Percepción de la idea de orden político en la filosofía europea

Por Jean Galié – Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera


La función de la política es ocuparse de la política, de la cosa política, es decir, de lo que concierne a todos los ciudadanos o la vida colectiva de la ciudad. ¿Pero con qué propósito?

Una respuesta clásica gira en torno a la idea del bien común. Por eso debemos recordar esta idea de que el Bien es nuestro objetivo. Es el Bien Soberano, bueno en sí mismo, en relación con el cual todos los demás son sólo medios. Es el objetivo de toda actividad en el mundo. “¿No es cierto que, en relación a la vida humana, el conocimiento de este bien tiene una importancia considerable y que, poseyéndolo, como los arqueros que tienen ante sus ojos la meta a alcanzar, tendremos posibilidades de averiguar qué hacer?” (1).

La búsqueda de este bien estará liderada por una ciencia: “ciencia soberana y el punto más alto de organización. Aparentemente, esto es la ciencia política” (2). Aristóteles nos lleva al corazón de la relación entre moralidad y política. Según su concepción eudemonista, la felicidad es el fin supremo de la vida. Pero como el hombre es un « animal político », su verdadera naturaleza sólo puede realizarse en la ciudad. “Nace en cierto modo de la necesidad de vivir, de existir para vivir feliz. Por eso todas las ciudades están en la naturaleza” (3).

Aristóteles distingue claramente la felicidad de cada persona de la felicidad de toda la vida colectiva. El primero se identifica con la actividad de la contemplación en la medida en que el hombre como espíritu podrá cultivar esa parte del alma acercándolo a lo divino.

El ocio, un período de tiempo que escapa al imperio de la necesidad y las actividades relacionadas con él (trabajo, economía, etc.) se identifica con la felicidad personal. Sin embargo, su condición de posibilidad radica en el bien del Estado. Este último, a su vez, permite con su existencia actualizar las capacidades y facultades espirituales y morales del hombre. El objetivo de la política no es la moralidad, sino hacer posible la existencia de esta última. Es en este sentido que la moral depende de la política y no en el sentido de que esta última dicta los fines de la moral (tentación del Pensamiento Único contemporáneo…). Tampoco se tratará de absorber la felicidad individual en una hipotética felicidad colectiva. “Incluso si el bien del individuo se identifica con el del Estado, parece mucho más importante y más acorde con los fines reales de tomar la mano y salvaguardar el bien del Estado. El bien, por supuesto, es deseable cuando interesa a un individuo desarmado; pero su carácter es más hermoso y más divino cuando se aplica a Estados completos” (4).

Al contrario del individualismo moderno, es en este sentido que se impone la idea de un Bien Común. Pero esta idea, aunque razonable para el sentido común, no puede fundamentarse por sí sola. Para los Antiguos, la Naturaleza era el Orden del mundo, la ley que inervaba el kosmos, todo tendía naturalmente a florecer de acuerdo con esta ley; por tanto, de la naturaleza del hombre era conforme al orden de la ciudad. Asimismo, es por ello que la “ciudad está en la naturaleza”.

La política en realidad encuentra su base en la metafísica, de lo contrario sería incomprensible que la política fuera el eslabón de manifestación de las facultades espirituales del hombre. “El primer fundamento de la autoridad y el derecho de los reyes y jefes, gracias al cual fueron obedecidos, temidos y venerados, fue esencialmente, en el mundo de la Tradición, su cualidad Trascendente y no solo humana (…) una concepción puramente política de la autoridad suprema, la idea de que se basa en la fuerza bruta y la violencia, o bien cualidades naturalistas y seculares, como la inteligencia, la sabiduría, la habilidad, el coraje físico, cuidadosa solicitud por el bien común material – esta concepción está totalmente ausente en las civilizaciones tradicionales, sólo aparece en tiempos posteriores y decadentes ” (5).

Es en este contexto de pensamiento donde se pueden leer las doctrinas políticas de los Antiguos de las que algo -lo esencial- se transmitirá hasta la Edad Media, para la que el poder temporal era delegado por la autoridad divina. Para Platón, por ejemplo, la política tiende a perpetuar una estabilidad casi ontológica. La ciencia de la Política pretende contener el desgaste que ejerce el tiempo sobre todo lo efímero y, en particular, sobre una justa jerarquía establecida en la Ciudad y dentro de las diversas instancias del alma humana.

En su diálogo El Político, Platón relata el mito según el cual, en un tiempo original, el de Cronos, todo funcionaba en sentido contrario al del orden actual, es decir, en el sentido original. Este orden se aplicaba tanto a los ciclos astronómicos como a los ciclos de la vida, por lo que el hombre era cada vez más joven a lo largo de su crecimiento. El tiempo de Cronos ha dado paso al de Zeus que invierte el orden original para dar paso a un orden invertido con el que debemos llegar a un acuerdo, lejos de la época mítica de los orígenes. El hombre arcaico vive en un universo protegido cuyo significado le es adquirido naturalmente. “La actitud mítico-natural incluye desde el principio no sólo a los hombres y animales, y otros seres infrahumanos e infra-animales, sino también seres sobrehumanos. La mirada que los engloba en su conjunto es una mirada política” (6).

En otras palabras, el destino del hombre depende de la forma en que reinen estos poderes míticos dentro de un ciclo en el que se perpetúa el eterno retorno de la configuración inicial del orden de las cosas, asegurando así un retorno perpetuo de lo mismo en un mundo que nunca envejece, que no sufre la erosión del tiempo histórico.

Platón conoce bien la Tradición. Para él, la política consistirá en mantener la mirada fija en el modelo Trascendente que establece el orden de la Ciudad Justa, esta ciudad ideal descrita en La República obedeciendo a la ley del equilibrio ubicando a cada categoría de ciudadanos en el lugar correspondiente a sus cualidades intrínsecas, desde el Rey hasta el productor, incluido el guerrero. Esta ley es el eje ontológico gracias al cual se legitima dicha jerarquía, en su defecto cada forma de gobierno será susceptible de degenerar, retrocediendo la monarquía en timocracia (gobierno del honor), esta última hacia la oligarquía (el pequeño número), este último luego a la democracia (todos) cuyo destino final será la tiranía. De la perfección a la confusión de los impulsos inferiores del alma humana, de la ley a la falta de forma. “Especialmente en las formulaciones arias, la idea de ley está íntimamente relacionada con la de verdad y realidad, así como con la estabilidad inherente ‘en lo que es’. En los Vedas, rta a menudo significa lo mismo que dharma y no solo designa el orden mundial, el mundo como orden – kosmos -, sino que va a un plano superior para designar verdad, ley, realidad, su opuesto, anrta, aplicando lo que es falso, malo, irreal. El mundo del derecho, y por tanto del Estado, era, por tanto, el equivalente al mundo de la verdad y la realidad en sentido eminente” (8).

Para Platón y sus sucesores dentro de la filosofía política clásica, la ciencia política tiene, por tanto, la función de imponer una “forma” metafísica al caos siempre posible y resurgente, al encarnar una idea de estabilidad y justicia propia del orden tradicional que había encontrado su expresión inicial en el sistema de castas del cual el hombre moderno no puede captar el significado y alcance espiritual. Tal era el universo mental indo-ario, cuyas estructuras ideológicas descifró detalladamente Georges Dumézil. Así, en Platón, el orden y la jerarquía social reflejan un orden y una jerarquía internos al alma humana. Las órdenes de los ciudadanos corresponden a los poderes del alma y a ciertas virtudes. A los jefes de la ciudad, los magistrados, los arcontes corresponden al espíritu, el nous y la cabeza; a los guerreros el animus y el pecho; a los productores, la facultad del deseo, la parte concupiscible del alma y la parte inferior del cuerpo, el sexo y la comida.

Las castas, las categorías de ciudadanos, son órdenes que definieron formas típicas de ser y actuar, desde la materialidad hasta la espiritualidad. Platón se había fijado el objetivo político de instituir a través de la educación un plan para seleccionar las élites capaces de dirigir la Ciudad. Un hombre en particular pertenece a una categoría dada de ciudadanos no por condiciones arbitrarias sino porque el carácter de su alma –detectado por magistrados o educadores– lo destina a cumplir tal o cual función, según el simbolismo del alma al personaje, el de oro, el de la plata, el bronce o el de hierro, en orden decreciente de valor; de la capacidad de mando ilustrado a la de fidelidad de la ejecución.

¿Qué queda de este hermoso edificio conceptual y metafísico en el pensamiento político moderno?

Pocas cosas, desde que Maquiavelo (1469-1527) rompió con la filosofía política clásica, incluida la de la Edad Media que pensaba lo político refiriéndose a San Agustín para quien destacaba la “ciudad terrestre”, al tiempo que la reflejaba, en la “ciudad celestial”. En las condiciones de existencia, marcadas con el sello del pecado original, el Estado tenía que ser el sostén y la espada de la autoridad espiritual. Esto no hace falta decirlo, ya que en los hechos – disputa de los güelfos y los gibelinos – se trataba de saber si el Emperador o el Papa encarnaba mejor esta idea de autoridad espiritual, este último no debe degradarse en simple poder temporal.

Maquiavelo, por su parte, desacralizó la política, la convirtió en un simple instrumento humano, algo profano, que ya no está ordenado a un fin superior, trascendente. La cuestión es cómo tomar el poder y mantenerlo. Lo principal es la estabilidad del Estado, que es la redundancia ya que “Lo Stato” es lo que aguanta.

En sí mismo, el hombre de poder, el Príncipe no es inmoral, pero debe saber conducir a los hombres y jugar con las circunstancias. Convertirse en “zorro” o “león” según el caso en el que prevalezca la astucia o la fuerza, para hacerse amar y temer a la vez, sabiendo que no tiene el control total de la historia ya que la mitad de ésta puede ser guiada por su “virtud”, poder y virtuosismo, y la otra mitad por la “fortuna”, como el río impetuoso cuyo curso no se puede detener sino sólo el dirigir.

En este sentido, el gran descubrimiento de Maquiavelo es que la política es un artificio. Tal es la esencia de la concepción moderna de la política, que históricamente siempre verá la concepción clásica a su lado, y se desarrollará según este eje del artificio pensado racionalmente, por un cálculo, y cuyas teorías del contrato serán muy dependiente.

Por tanto, el orden político es esencialmente humano, derivado del pacto, del pacto de obediencia que un pueblo hace con su Soberano. La autoridad de este último ya no se considera natural, por lo que entre esos libelistas llamados monarcomanos en el siglo XVI, se disputan la autoridad del Rey. A menudo los protestantes, a veces también los católicos, justifican su rebelión rechazando un orden político considerado ilegítimo.

Es en este contexto que se pensará el concepto de soberanía y se discutirá la cuestión de la legitimidad de la institución política. Si la idea de soberanía existe desde la Antigüedad por ser inherente a cualquier forma de ejercicio de mando político, la conceptualización realizada por Jean Bodin (1520-1596) será retomada en la filosofía política moderna.

En los “Seis libros de la República” lo define como “el poder absoluto y perpetuo de una república”. Así es como una nación se constituye en un Estado, identificada con él. La soberanía se convierte en el poder absoluto, fundando la República, es su alma. El vínculo que une a un pueblo con su gobierno reside en la ley, el soberano hace las leyes, el poder de gobernar se identifica con el poder de legislar. Como resultado, el príncipe estará por encima de la ley, una idea retomada más tarde en el siglo XVII por Hobbes para quien el soberano no podría estar sujeto a la ley. Si el Soberano ya no puede ser fundado por el recurso inmediato a la trascendencia, sin embargo, es resacralizado en forma profana en la figura de la soberanía absoluta del Estado: “todos los conceptos significativos de la teoría moderna del Estado son conceptos teológicos secularizados” (Carl Schmitt).

La otra parte de la discusión se basa en la teoría del contrato. Este último tiene sus raíces en la doctrina de la ley natural. Visto desde el punto de vista de la legitimidad de los fundamentos del Estado, como artificio producido por el hombre, el derecho natural se concibe como ley de la fuerza o como ley ideal.

La primera concepción está representada por Hobbes y Spinoza. En el estado de naturaleza – ficción ideológica – reina el derecho de la naturaleza definido “por el deseo y el poder” (Spinoza), como “el derecho de cada hombre a hacer o poseer lo que le plazca” (Hobbes). Nada es injusto allí o justo antes del establecimiento de la ley civil. Para Hobbes, el estado de inseguridad resultante del ejercicio de la ley natural (“guerra de cada uno contra cada uno”) empuja al hombre, por una ley natural inherente al ser de razón que es, a hacer un cálculo para salir de esta situación. Son los términos del contrato, del pacto lo que elimina esta situación arbitraria (análoga a la guerra civil, o al desorden que reina en ciertos Estados…) para establecer un Estado racional.

La idea de una ley natural « ideal » está representada por la Escuela de Derecho Natural en el siglo XVII. Sirvió de base para lo que se ha llamado el Derecho de las Naciones. Así, el filósofo y jurista holandés Grocio (1583-1645) dice que la ley natural emana de la naturaleza social del hombre: es de ella que la razón humana, observando las diversas prácticas, establece los principios de un derecho universal, inmutable. Es distinto de la elección voluntaria y arbitraria.

Sin embargo, se puede relacionar con el derecho divino « ya que la divinidad quiso que tales principios existieran en nosotros » (Grocio). Sin embargo, esta distinción da fe de un cambio del orden de la Providencia al de la humanidad. Es un derecho racional. Esta doctrina puede conducir a una visión individualista: Locke piensa que los hombres en el estado de naturaleza son libres, iguales, iluminados por la razón, por lo tanto pueden respetar los preceptos de la ley natural; siendo necesaria la organización política sólo para preservar las prerrogativas naturales del hombre (libertad, igualdad, propiedad), visión anarco-liberal – o bien en un humanismo racional (Kant) por el cual la razón triunfa a través de su propia legalidad para gobernar pueblos libres, porque la ley es el concepto que surge de las condiciones en las que se encuentra la facultad de actuar de los demás según una “ley universal de libertad”. Kant defenderá gracias a esta teoría, la problemática idea de una Liga de Naciones desde un punto de vista cosmopolita.

Llevada al extremo, la tesis de una ley natural ideal conduce a la concepción de un ideal de justicia que existe por encima de la ley positiva. « Hay una ley universal e inmutable, fuente de toda legislación positiva, es sólo la razón natural que rige a los hombres » (Anteproyecto del Código Civil del Año VIII). El propósito de la ley natural es proteger estos derechos inalienables que son, según la Declaración de los Derechos Humanos de 1789: libertad, propiedad, seguridad y resistencia a la opresión.

Pero ¿qué pasa si la Ley Universal está adecuadamente incorporada en la ley positiva, si no es ella quien tiene el poder inherente a esta ley? Esta teoría se refleja en particular en lo que Carl Schmitt llama el Estado legislativo. “El Estado legislativo, por el rigor de su sistema de legalidad, no puede admitir la coexistencia de varias fuentes del derecho, como en el derecho romano, leyes, plebiscitos, consultas senatoriales o constituciones imperiales, edictos magistrados, las respuestas de los “prudentes”, etc.” (9).

Este universalismo abstracto no está exento de peligros, y Carl Schmitt nos advierte: “Si la noción de derecho pierde un día toda relación interna con la razón y la justicia y sin embargo retenemos el Estado legislativo con su significado propia de la legalidad, que concentra en la ley todo lo superior y respetable en el Estado, en ese momento, cualquier ordenanza, mandato o medida…, cualquier instrucción de un juez puede convertirse, por decisión del Parlamento u otro órgano legislativo, en legal y de conformidad con la ley en virtud de la soberanía de la ley. El formalismo llevado al extremo acaba (…) abandonando sus relaciones con el Estado de derecho » (10).

Entonces, ¿no enmascara la famosa “independencia” de los jueces su contrario, una hegemonía ideológica instrumentalizando el formalismo del derecho? “Se supone que en virtud de los lazos similares que unen a todos los ciudadanos a un mismo pueblo, todos deben ser, en virtud de estas características comunes, esencialmente similares entre sí. Sin embargo, que este supuesto, suponiendo una perfecta armonía nacional, llegue a desaparecer, se verá inmediatamente el puro “funcionalismo” sin objeto y sin contenido, resultante de los datos de la mayoría aritmética, excluyendo toda neutralidad y toda objetividad” (11).

Entonces, ¿la ideología actual de « ciudadanía » es suficiente para definir a un pueblo, para identificar estos « rasgos comunes », para establecer la « armonía nacional »? ¿Es suficiente un simple contrato formal para establecer una identidad? ¿No fue éste forjado en nuestra historia? De ahí la amnesia con la que los globalistas quieren golpear a todos los pueblos y en particular al nuestro. ¿Hemos olvidado que los muertos gobiernan a los vivos (Auguste Comte)? Hoy en día, en nombre de la ley, es posible erradicar todas las formas de oposición al “futuro brillante” que nos promete el “Orden” del Nuevo Mundo.

En estas condiciones, el pueblo se ha convertido en una noción abstracta, el ciudadano ya no está enraizado en una identidad singular que podría experimentarse en varios niveles (occitano, francés, europeo, por ejemplo).

En Francia, resurge el debate sobre las identidades locales, regionales y nacionales, con un cuestionamiento del centralismo jacobino y la discusión sobre la cuestión de la soberanía. Si bien es obvio que en el campo de la SRE no queremos una Europa desarrollada por globalistas, una Europa de cartón en las antípodas de una Europa del poder, el debate es más matizado en función de las diversas sensibilidades y estrategias propuestas en este caso. Asimismo, el debate es semánticamente sesgado cuando se presenta en forma de dicotomía entre “soberanistas” y “no soberanistas”.

Si no somos soberanos es porque dependemos de otra persona, ¡porque ya no existimos como entidad política! Por supuesto, este es el sueño de los globalistas, pero es posible concebir, gracias al principio de subsidiariedad bien aplicado en correlación con las fuerzas vivas del país, un entrelazamiento de varios niveles de soberanía.

En contraste con la teoría liberal que desalienta la participación del pueblo en la vida pública y que rechaza cualquier iniciativa que vaya contra las normas legales y constitucionales del momento, otra concepción fue formulada por Johannes Althusius (1557-1638) adversario de J. Bodin en filosofía política (12).

El filósofo alemán vuelve a Aristóteles, a su concepción del hombre como ser social, inclinado a la solidaridad y la reciprocidad. En un enfoque de tipo simbiótico, Althusius afirma que la sociedad es primero en relación con sus miembros, y está constituida por una serie de pactos políticos y sociales, concluidos sucesivamente de la base a la cúspide, por asociaciones públicas naturales (“con-asociaciones”), privadas, como las familias, los gremios, las corporaciones, las ciudades, las provincias, etc. Patrón de enclavamiento que va de lo simple a lo complejo. Los individuos son miembros de varias comunidades sucesivas y no hay contrato entre el soberano que es el pueblo y el príncipe que se limita a administrar. El contrato social es una alianza, una comunicación simbiótica de individuos definidos por su membresía. Se forma entre pequeñas comunidades que se federan para formar un cuerpo político más grande y un Estado. El pueblo puede delegar su soberanía, pero nunca renunciar a ella. Esto permite el respeto a las identidades particulares, que recordamos que no fueron admitidas por Rousseau en Du Contrat Social (“Es importante, por tanto, para contar con la declaración de la voluntad general, que no tienen sociedad parcial en el Estado, y que cada ciudadano opina sólo según él ”. Libro II, Capítulo III), y que realmente fueron abolidos durante la famosa noche del 4 de agosto de 1789 y se les impidió ser Constituido por la ley Le Chapelier del 14 de junio de 1791 que prohíbe cualquier forma de asociación entre personas del mismo oficio y cualquier coalición.


En el sistema de Althusius, cada nivel deriva su legitimidad y su capacidad de acción del respeto a la autonomía de los niveles inferiores, el principio de soberanía está subordinado al consentimiento asociativo, este se distribuye a diferentes niveles de la vida política. La piedra angular del sistema es el principio de subsidiariedad, por el cual las decisiones se toman al nivel más bajo posible gracias a unidades políticas con poderes autónomos sustanciales y por estar representadas colectivamente en niveles superiores de poder. El nivel local delega en el nivel superior solo aquellas tareas y responsabilidades que no puede realizar, como, por ejemplo, las funciones soberanas del Estado. La Nación sería, por tanto, una comunidad de comunidades.

Una vez más, esta idea no debe interpretarse en términos de “comunitarismo”, una verdadera yuxtaposición de comunidades lingüísticas, étnicas, religiosas o de otro tipo que sólo tendrían en común la proximidad de un orden geográfico y un destino común, esa simple supervivencia económica.

En última instancia, la cuestión de un orden político y social se reduce a quién tiene el poder y para qué. Por tanto, un pueblo no debe ignorar quién es, cuál es su naturaleza profunda, cuáles son sus apegos esenciales. Estos temas fundamentales no pueden ser descartados por la ideología erradicadora de los Derechos Humanos que desustancializa todo lo que toca (13).

De hecho, no hay nada más libre y más fácil de promover ideológicamente que una forma vacía. Es mucho más difícil resistirse a esta corriente homogeneizadora del globalismo y nombrar la identidad a la que debemos referirnos para ser nosotros mismos.

Sin embargo, ante el caos actual, la entropía real que genera el sistema globalista, nuestro pueblo no podrá ignorar esta decisión decisiva.

¡Carthago Delenda est!

Jean Galié

  1. Aristoteles: Ethique à Nicomaque. Livre I.
  2. idem.
  3. Aristote. Politique
  4. Aristote. Ethique à Nicomaque. Livre I.
  5. Julius Evola. Révolte contre le monde moderne. Editions L’Age d’Homme p.41-42.
  6. Husserl. La crise des sciences européennes en la phénoménologie transcendantale. p.364.
  7. Cf. Le mythe de l’éternel retour (Mircea Eliade).
  8. Julius Evola. Révolte contre le monde moderne. p.61.
  9. Carl Schmitt. Du politique. “Légalité et légitimité” et autres essais. p.53. Editions Pardès.
  10. idem p.54.
  11. idem p.60. 
  12. Leer sobre este tema el excelente aporte a este debate en el n ° 96 – noviembre de 1999, de la revista “Elements”, de la cual tomamos prestada esta información.
  13. Así, por ejemplo, la Doctrina Monroe concebida sobre la base del espacio concreto, transformado por Theodore Roosevelt en un principio comercial imperialista que se convierte en un principio universalista que se extiende a toda la Tierra y que lleva a la interferencia de todos con todos. “Si bien, en la idea de espacio, existe la de limitar y distribuir la intervención, por lo tanto, un principio de ley y orden, el reclamo universalista de interferencia global elimina todas las limitaciones y distinciones razonables” Carl Schmitt. Trabajo citado, p.127-28. “El hecho de que la doctrina Monroe pudiera haber sido así traicionada y transformada en un principio comercial imperialista seguirá siendo, durante mucho tiempo, un ejemplo demoledor del efecto que pueden tener las consignas vacías” Carl Schmitt, ibid p.129.

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