El complejo de Orfeo: Jean-Claude Michéa al rescate de la gente común
Por David L’Epée
Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera
Artículo de David L’Epée publicado en el número 51 – noviembre-diciembre de 2010 de la revista Rébellion
Voy a ir al grano: Le Complexe d’Orphée, la última obra de Jean-Claude Michéa, es simplemente el mejor libro de ciencia política en francés que he leído en los últimos años. Uno de los resultados, y no el menor, al que conduce su lectura es que lleva a reconciliarse con el socialismo a todos aquellos que, como muchos de nosotros, no son capaces de reconocerse en el campo de la llamada izquierda y que tampoco ponen el progreso como el horizonte insuperable de la humanidad. Partiendo de la figura de George Orwell y respondiendo a diez preguntas teóricas sobre el tema de la historia del pensamiento liberal, Michéa elabora, a través del estilo de escritura tan particular que lo caracteriza, lo que él llama un “efecto fresco” o una “construcción en espiral” (p.51) que nos da una visión precisa y coherente de los diferentes elementos, históricos e ideológicos, que explican las razones de la incompatibilidad entre las luchas de la izquierda con los valores de la gente común.
De la figura de Orfeo al surgimiento de la izquierda.
En primer lugar, ¿por qué este libro tiene semejante título? En la mitología griega, Orfeo era un músico excepcionalmente talentoso que logra, gracias al encanto de las notas producidas por su lira, convencer a Cerbero e incluso a Hades (dios del inframundo a donde descendió en búsqueda de su amada) de traer de regreso al mundo de los vivos a su esposa muerta: Eurídice. Este favor se le concede bajo una condición: ella lo seguirá hasta llegar a la superficie de la tierra mientras él no la mire o, de lo contrario, desaparecerá. Por supuesto, esto es lo que sucede y le dará a su leyenda un final trágico muy significativo. Michéa asocia la figura de Orfeo con la izquierda porque ambas están obsesionadas por el mismo terror: el de mirar hacia atrás. De allí esa postura característica del hombre de izquierda que consiste en “sostener desde un principio un desprecio por todo lo que aún lleve el signo infame del ayer (el mundo oscuro del terruño, de las tradiciones, de los “prejuicios”, del “retraimiento” o de los apegos “irracionales” a los seres y a los lugares)” (pág.13).
Una de las primeras tesis del libro, de la cual se desprende buena parte de su contenido, resulta al mismo tiempo obvia para quien conoce un poco de historia y sorprendente para quien sólo capta el espectro político a través de la lectura sincrónica de los mismos medios de comunicación. Esta tesis se puede formular de la siguiente manera: el socialismo y la izquierda son dos cosas completamente distintas. Recordemos que el campo político francés después de la Revolución, hasta finales del siglo XIX, se dividió principalmente en tres corrientes de opinión que simbólicamente se identificaron con los tres colores de la bandera nacional: los Blancos (la derecha monárquica y católica), los Azules (la izquierda republicana y liberal) y los Rojos (el movimiento obrero formado por sus diversas tendencias socialistas, comunistas y anarquistas). Tengamos en cuenta que esta última siguió siendo, durante mucho tiempo, una corriente extraparlamentaria (de ahí su carácter a menudo revolucionario) que rechazaba tajantemente identificarse con los otros dos colores y los consideraba dos lados complementarios de un universo social (la burguesía) a la que ellos no pertenecían. Frente a la escisión dominante que entonces oponía a los conservadores y liberales (es decir, el partido del orden contra el partido del movimiento), la principal preocupación de los primeros movimientos socialistas era, por el contrario, preservar a toda costa la preciosa independencia política del movimiento obrero (al igual que la autonomía de su mutualismo, sus sindicatos y cooperativas)” (P.170).
El ideal del progreso
Fue durante el Affaire Dreyfus cuando se produjo el primer acercamiento de parte del campo socialista con la izquierda. Si bien una gran parte de los dirigentes obreros consideraban que este escándalo no les concernía en absoluto y que no debían tomar partido en una riña entre oficiales de un ejército burgués que estaban llamando a la participación de todos (1), algunos de sus representantes se dejaron seducir por el discurso republicano de la izquierda que los atrajo a su campo al sostener un imperativo de justicia universal que trascendía la cuestión de las clases sociales. El resultado a largo plazo fue la adaptación de los movimientos socialistas a la lógica del liberalismo y al imperativo del progreso, así como la erosión gradual de sus objetivos en torno a la agitación social. Tanto es así que “la mayoría de los activistas de la izquierda moderna (y en particular para la juventud burguesa a la moda) acepta sin chistar el Orgullo Gay (al igual que, de forma paralela, las Fiestas Musicales o las noticias de Facebook) como un evento político mucho más subversivo y “inquietante para las autoridades” que las manifestaciones obreras del Primero de Mayo” (P.30). Este compromiso histórico ha perdurado hasta el día de hoy, mientras que los términos “izquierda” y “socialismo” (palabras utilizada por primera vez por Pierre Leroux en 1834) se han confundo y han perdido su significado original, hasta el punto en que se ha vuelto prácticamente imposible desunirlas. Todo esto hace que el libro del Complejo de Orfeo sea bastante necesario.
Es de este modo como se han asociado de forma indebida estas dos nociones que se contradicen entre sí: el ideal del progreso, que es una noción heredada de la Ilustración y del pensamiento liberal, y los intereses populares, que están ligados a un conjunto de valores arraigados y que son mucho menos modernistas. En el conjunto de estos últimos, Orwell incluyó la common decency, la decencia común, que reúne entre otras (y fuera de toda lógica comercial) el triple imperativo de dar, recibir y regresar. “Si, por derecho, todo ser humano es realmente capaz de comportarse decentemente, es innegable que, en la práctica, la aptitud concreta que mantiene la decencia es, sobre todo, un privilegio de la gente corriente” (P.100). Y luego agrega en la misma página: “Está muy mal visto en el mundo de los medios oficiales (sean de izquierda o de derecha) celebrar la decencia de la gente común o la capacidad de las personas para gobernarse a sí mismas directamente. Esto sería, en el mejor de los casos, una ilusión roussoniana (todo el mundo sabe bien, de hecho, que el hombre es malo por naturaleza y, por lo tanto, siempre está dispuesto a dañar a sus semejantes) y, en el peor de los casos, se trata de ideas populistas que sabemos demasiado bien a dónde pueden conducir”. No obstante, es curioso que los entusiastas de los medios de comunicación nunca sueñen con aplicar su antropología negativa a las élites. Siempre dan por sentado que quienes nos gobiernan – o dirigen las grandes instituciones internacionales (desde el FMI al Banco Mundial o la ONU) – son, por su parte, personas admirables que se esfuerzan, en todas las circunstancias, por cumplir con su deber lo mejor que pueden.
La máxima de “todo está podrido” sería, en resumen, sucia cuando se aplica a las clases dominantes, pero bastante plausible, por otro lado, cuando se refiere a la gente corriente. Y, de hecho, no existe una palabra, en el vocabulario político oficial, para designar cuál sería la actitud simétrica a la del “populismo”, es decir, la tendencia a idealizar el mundo de las élites y proteger permanentemente su reputación (esto es lo que constituye un buen resumen, creo, de la profesión del periodismo moderno, ya sea ejercida por el TF1 o por Canal Plus). Excepto, quizás, si usamos el verbo de adular a los demás”.
¿Puede existir un socialismo conservador?
Por lo tanto, si el culto al progreso no es en realidad la prerrogativa original del socialismo y si resulta que este culto riñe con la decencia común, podemos legítimamente hacernos la siguiente pregunta: ¿Puede existir un socialismo conservador? En cualquier caso, es innegable que hoy, en estos tiempos donde se está produciendo un agotamiento de los recursos naturales, existe, con tal de protegernos a todos, el imperativo de conservar las cosas. En ese sentido, ciertamente la utopía liberal “no puede desarrollarse más allá de un cierto umbral sin llegar a destruir en un mismo movimiento sus propias condiciones de posibilidad tanto ecológicas como culturales” (p. 347), por lo tanto, ha llegado la hora de tirar del freno manual para detenernos. Hoy, mucho más que ayer, cualquier crítica anticapitalista coherente debe integrar en su interior una dimensión conservadora. La ecología política, tal como se nos presenta en muchos países occidentales, ha adquirido formas paradójicas, ya que se ha asociado con la izquierda, que es, como acabamos de ver, el partido del progreso. Sin embargo, en un momento de destrucción de nuestro medio ambiente por el crecimiento y las ideas mesiánicas de “siempre ir más rápido y cada vez más lejos”, nos parece obvio que lo contrario a todo esto es el reaccionar a este movimiento de destrucción causado por el progreso. Por eso nos preguntemos: ¿toda ecología verdadera no debería ser ante todo conservadora?
Retomando la etiqueta de que Orwell era un “anarquista conservador” (recuérdese que los Tory en Inglaterra fueron los antepasados del Partido Conservador), Michéa insiste en “el momento conservador de toda teoría radical, ya sea que esta trate de restablecer los equilibrios ecológicos comprometidos por el crecimiento o preservar las condiciones morales, culturales y antropológicas de un mundo decente” (p. 76). Recuérdese que Rousseau, que no figura en balde entre los inspiradores del socialismo, defendió, en su célebre Discurso sobre las Ciencias y las Artes, una visión completamente antiprogresista, en particular en lo que respecta al desarrollo técnico. Además, en 1839, el primer texto escrito por Proudhon (otro socialista consecuente con una visión conservadora) no fue otra cosa que la celebración de que existen los domingos… Michéa agrega el siguiente comentario: “Hoy en día, cualquier ideólogo modernista, desde Jacques Attali a Michel Rocard, sin duda lo verían como un ataque inaceptable en contra de la libertad de trabajar y que está inspirado en un conservadurismo religioso particularmente obtuso” (P.75).
Defendiendo “al proletario arcaico, siempre sospechoso de no ser lo suficientemente indiferente a su comunidad de origen” (p.142), Michéa ataca esta obsesión de la izquierda por el cambio perpetuo: el movimiento por el movimiento, el cual se expresa en “la idea de que cualquier límite al poder del individuo sobre la naturaleza y sobre sí mismo debe transgredirse por principio” (p.174). Entre los teóricos de este modernismo de izquierda a toda costa (incluso al punto de abandonar cualquier lucha social coherente), Michéa pone a Foucault, a Deleuze (2) y, más contemporáneo a nosotros, a Antonio Negri, quien sostiene que “es el hecho mismo de haber roto con su nación de origen lo que le confiere a los migrantes de todo el mundo una conciencia política necesariamente superior a la de los trabajadores de los países de llegada” (p. 32) o Alain Badiou quien considera que “por su efectiva forma de vida cotidiana, los migrantes están plenamente integrados en el mundo de las mercancías y en el imaginario de lo nómada y transgresor” (p. 272). Entre los líderes políticos de este movimiento, Michéa ataca, una vez le quita el disfraz que usa, a Marie-Georges Buffet (PCF), político que declaró hace unos años que Guy Môquet sin duda sería miembro de la Red de Educación sin Fronteras si todavía estuviera vivo… “Mientras los no muertos hablen, con la misma lógica podría haberse anunciado al 2% de los votantes que, si estuvieran vivos hoy, Lenin militaría en Act Up y Marx en una asociación para la defensa del burka” (P.176). Todos ellos son precursores, al igual que la derecha neoliberal, del desarraigo, el nomadismo y la desterritorialización (que, como señala el autor, es sólo un sinónimo que se refiere a la relocalización de las empresas), mientras que cantan las virtudes de un ciudadano del mundo que, a fuerza de ser del mundo, ya no es ciudadano en absoluto. De hecho, “los sociólogos de izquierda y los economistas de derecha representan sólo los dos lados académicos opuestos de un liberalismo representado por una cinta de Moebius” (p. 298). Descifrar sus trucos retóricos (3) y señalar que la lucha contra todas las formas de discriminación se ha convertido en la nueva vulgata de la izquierda, hace parte de la omisión que esta última hace cuidadosamente de su lista como un nuevo tipo fundamental de discriminación: la discriminación de las clases. De ahí su oposición frontal al socialismo genuino.
El libro continúa destacando las oposiciones dialécticas radicales que distinguen a las élites liberales y a la gente común, lo cual lleva a Michéa a hacer la siguiente reflexión que debemos señalar: “No se puede, sin duda, imaginar nada más ‘reaccionario’ que una familia de provincia en la que uno sería ebanista, pescador o relojero transmitiendo estas profesiones de padre a hijo. Esta terquedad en continuar con la tradición familiar (además de ser “inadecuada para la economía moderna”) parece ser claramente una de las señales más seguras de que el útero de la bestia inmunda sigue siendo fructífero. Sin embargo, es curioso que una crítica tan intransigente de las fechorías de la paternidad por lo general se detenga en el umbral del despiadado mundo del espectáculo y los medios de comunicación. Sin embargo, esta es una de las áreas donde el privilegio familiar es casi hereditario (independientemente del talento real de los herederos), que hasta ahora se ha extendido por varias generaciones. Pero probablemente esto es simplemente lo que se llama la excepcionalidad de la cultura” (P.149-150). ¡Un ataque total!
La esperanza en la renovación
A pesar de esta descripción tan despreciable de nuestro tiempo, no existe ninguna falta de esperanza. El panorama cambia, y cuanto más pasa el tiempo, más el hijo bastardo del socialismo y la izquierda liberal demuestra que no es viable y que ya no engaña a nadie. La desafección de los votantes y simpatizantes con respecto a los principales partidos de izquierda (desafección que es sólo la contraparte del mismo fenómeno observado hacia los principales partidos de derecha) y la migración del electorado obrero y popular hacia otros cielos distintos de aquellos bajo los cuales intentan alinearlos como si fueran las hileras de una cebolla (el principal de estos otros cielos no es otro que la abstención) son signos que sugieren que las mistificaciones aparentes de las ideologías más arraigadas, que recibieron toda clase de garantías históricas, cuentan ya con muy poco tiempo. Orwell ya no está en este mundo, pero sembró las semillas de esta lucha que más tarde encontraremos en otros grandes ausentes, como lo son Pasolini (4), Castoriadis o Christopher Lasch, pero que Michéa ve en algunos de nuestros contemporáneos: cita por ejemplo al director Ken Loach. También se siente encantado por el hecho de presenciar el comienzo de una nueva reflexión sobre la desglobalización sostenida por Jacques Sapir, Arnaud Montebourg y algunos otros autores. Y recuerda a sus lectores la necesidad de concebir ideas coherentes y expresarlas con claridad, recordándoles que es importante “la simple preocupación de enriquecer el vocabulario y hablar un lenguaje claro, vivo y preciso” (p. 223) que ya constituía, según Orwell, un acto de resistencia. El que habla cotidianamente y que intenta lo mejor que puede ser claro, lo hace para convencer a los que nos rodean de que validez de nuestros análisis. Michéa no dejan de reconocer este hecho cuando escribe: “La existencia de este sistema de pensamiento [ideología dominante] obliga a todos aquellos que se esfuerzan por desafiar verdaderamente el orden establecido […] a practicar constantemente toda una serie de duros desvíos filosóficos y tediosas aclaraciones, mientras que al mismo tiempo se asegura de que se mantenga la corrección ideológica de cada palabra utilizada (este es un ejercicio intelectual – el “pecado del lenguaje” según la fórmula de la Inquisición del siglo XVI – que los defensores del pensamiento de la corrección política ni siquiera pueden imaginar)” (pág.44).
Quien dice comunicación, quien dice intercambio de ideas y debate democrático habla de los lugares de la sociabilidad, lugares en los que el sistema liberal persiste precisamente – ¡y con razón! – en que deben ser destruidos, porque representan otros tantos vínculos que estructuran al individuo y crean una forma de convivencia de la que son parte de las raíces sociales y tradicionales que sustentan a la gente común y que hacen parte de las áreas de resistencia por la cual se transforma al ser humano en un consumidor atomizado. Como señala el autor, “la civilización liberal es la primera, en la historia de la humanidad, que tiende por principio a privar al sujeto individual de todo el apoyo simbólico colectivo necesario para su humanización […] y tanto más cuanto que la disolución paralela de las relaciones sociales primarias, por medio del desarrollo de la lógica del mercado legal, permite cada vez menos que las estructuras locales – como, por ejemplo, la vida del barrio – desempeñen plenamente su antiguo papel correctivo”(p. 340 -341). Por lo tanto, es necesario restaurar y devolver a su nobleza lo que Orwell resumió con la hermosa frase “familia, pub, fútbol y política local”. ¡Ese si es un excelente programa!
Notas:
1. No puedo evitar citar como ejemplo de esta “neutralidad” del mundo político obrero frente al caso Dreyfus, un pasaje del texto Anarchisme et Syndicalisme de Georges Valois: “Todas las clases de la sociedad francesa se pusieron a favor o en contra de Dreyfus; todos menos una minoría, la minoría de los trabajadores organizados que, llamados a dar su apoyo a favor del traidor, declararon claramente que se negaban a tomar parte en una “pelea burguesa”. Pero el éxito de Dreyfus dependía de esta minoría, que era la única capaz de ejercer la violencia. Dreyfus necesitaba a los trabajadores. Y estos últimos tenían que interesarse por esta “pelea burguesa” a toda costa” (En Histoire et Philosophie Sociales, Nouvelle Librairie Nationale, 1924, p. 332)
2. “En una sociedad liberal desarrollada, son de hecho los académicos de izquierda los responsables de proporcionar la verdadera banda sonora de la modernización capitalista, es decir, jugar como los idiotas útiles del sistema, alegando en voz alta (apoyados en Foucault y Deleuze) lo que la derecha pone en práctica silenciosamente bajo la máscara hipócrita del discurso conservador” (P.156-157).
3. Es con este método, que se puede llamar razonamiento por medio de la analogía, que en el futuro, al proyectar al oyente en un futuro teórico (el futuro como los sueños del progreso) se lleva al hablante a utilizar y abusar de la fórmula “en cien años, la humanidad reirá mientras repensamos el tipo de preguntas que nos hacíamos…” Para él, el presente – y la alternativa, la elección de tomar otro camino y las ideas democráticas que los acompañan – es un caso que ya ha sido cerrado. Él es la vanguardia y como tal tiene necesariamente razón, todo lo que tiene que hacer es esperar y ver a los demás retozar con una sonrisa y (como diría Zaratustra) mientras guiñar con un ojo.
4. Según una interpretación muy similar a la de los Ecrits Corsaires de Pasolini, Michéa también piensa que “el reclutamiento de los jóvenes por los diferentes sistemas totalitarios representó […] sólo una preparación del capitalismo consumista” (P.296).
Fuente: https://rebellion-sre.fr/jean-claude-michea-a-rescousse-gens-ordinaires/