La producción a través del caos


Por Yohann Sparfell Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera

Generalmente creemos que, para establecer mejor su poder, una sociedad como la nuestra, basada en la producción, genera inevitablemente cada vez más orden. Y es cierto que así era hasta hace poco. La industrialización determinó desde su nacimiento en el siglo XIX una hiperracionalización de los métodos de fabricación colectiva, con el objetivo de lograr una maximización de la producción de valor (que es el objetivo del paradigma productivo). Cada gesto que participa en el vasto conjunto mecánico de valoración se estudia previamente en vista de su productividad y rentabilidad, y esto, por supuesto, no ha cambiado fundamentalmente ya que la racionalidad productivista y capitalista todavía ocupa el lugar de la « lógica » social. Esta « lógica » permanece igual, sin embargo, hemos cambiado las condiciones. Estas son las condiciones dadas al Capital en el estado actual de las posibilidades de su valorización y autoacumulación, tanto tecnológicas como humanas, para continuar su desarrollo autónomo globalizado que se da el lujo de servir como instrumento de poder para una élite cada vez más restringido y obsesionado por la imagen de su poder « celestial ».

Un mundo « líquido » en ciernes

Las condiciones que fueron las del proceso de valoración hasta hace poco tiempo se materializaron a través de la industrialización y sus tasas llamadas « infernales » (que efectivamente lo fueron en general). Este último se distinguió, además del uso desenfrenado de las herramientas de su hegemonía productiva y cultural (tecnología), por una especialización y estandarización del trabajo que no se hizo tanto a través de lo que aparentemente aún quedaba de los oficios dentro de ella sólo que con la capacidad de imaginar nuevos métodos de racionalización de los procesos de producción. De este paradigma surgió una separación entre, por un lado, lo que se había convertido en la masa de trabajadores, cada vez más intercambiable pero también cada vez más en abundantes, y por otro lado una determinada casta representada por la figura del ingeniero cuya función es aportar con su pericia técnica al incremento sin fin del productivismo. Pero esta intensiva racionalización de la producción seguía siendo más o menos una dinámica de equipos, incluso socialmente compartimentada, en el sentido de que secretamente estimulaba la lealtad a los objetivos y la imagen de la empresa. La captura de las aptitudes humanas por el proceso de autoacumulación de la riqueza financiera, del capital, todavía tenía que producirse tras el velo de un orden que asegurara a los proletarios y cuadros un sentido común. Es esto lo que se mantiene en nuestros días, además, ya a pesar de su estrechamiento aún mayor en la organización posmoderna del trabajo, la aparición de un orden social cada vez más evanescente. Las condiciones para la autoacumulación, cada vez más basadas en la financiarización de la economía, han cambiado ahora al mismo tiempo que se han basado en los prejuicios de un neoliberalismo universalista e hiperindividualista. Por tanto, la organización del trabajo se transforma en una autoacumulación de capital y una toma global del poder por parte de una élite financiera ideologizada, ambas con la principal característica de no basarse en nada que pueda dar sentido o pertenencia si no una simple supervivencia o búsqueda perpetua de un arraigo ilusorio-abstracto en una pseudocomunidad de capital: ¡un mundo “líquido” en gestación!

Las finanzas, la esfera del economismo globalizado que domina actualmente el conjunto de la producción de valor, manipulándola para intentar dar a las masas financieras hinchadas y virtualizadas una apariencia de base en la realidad -una realización hipotética-, impone nuevas condiciones para el proceso de valoración que condiciona metodológicamente en la medida de su extensión desproporcionada. Estas condiciones siguen los contornos peligrosos del movimiento errático de capitales dentro de las salas de negociación y oficinas de los bancos de inversión, movimiento que se caracteriza por la velocidad con la que la transferencia de este capital de un sector productivo a otro o de una fuente de especulación a otra. Hoy en día, una empresa sujeta a la competencia global debe incrementar, ya no su propia capacidad para agregar directa e inmediatamente valor al capital invertido en su herramienta de producción, sino sobre todo su potencial para poder dotar cada vez más cantidad de capital financiarizado significativo resultante de la especulación bancaria con una base real en la llamada economía “real”. En otras palabras, debe esforzarse por someterse al dictado de las finanzas de las que depende cada vez más en una competencia globalizada y desequilibrada, valorando su potencial de representación en la realidad del capital financiero más que su capacidad para desarrollar capital industrial. Es la empresa en su conjunto la que se convierte aún más por el hecho de ser un « objeto » de especulación en sí misma al apostar, y esto en armonía con el punto de vista del capital financiero, en una apariencia virtual. Por lo tanto, es toda su estructura interna – personas, organización, herramientas de producción, pero sobre todo de gestión y racionalización – la que debe esforzarse por mantenerse al día con el movimiento acelerado del capital volátil. Es decir, es necesario demostrar su compatibilidad con la nueva situación financiera: condición de viabilidad insostenible que le corresponde a cada empresa, a cada individuo, y en todo momento, ganar abandonándose al flujo crecimiento del orden especulativo a través de la adaptabilidad y la hiper-rentabilidad potencial (no debemos olvidar nunca que el dinero es una promesa de lucro para el futuro, y financiar una virtualidad que solo pide realizarse en un momento u otro, aunque solo sea haciendo más promesas …).

Una loca carrera hacia el caos

Pero esta corriente, por supuesto, es burbujeante y cada vez más caótica. Crea una carrera loca para cada entidad a la que se somete con la esperanza de una supervivencia cada vez más incierta. Una sumisión que incita, y aquí es donde está, un acomodamiento implacable a las reglas financieras de la sobrerrepresentación ostentosa. Esto genera una actitud de cuestionamiento permanente de uno mismo que acaba por negarse a sí mismo a fuerza de perpetua inestabilidad. Donde se nos insta a ser creativos, imaginativos, abiertos. La continua creación de algo nuevo, ya obsoleto, apenas implementado, que surge de un estado de ánimo profundamente entretejido en la conciencia de los hombres de la hipermoderna sociedad abierta, se convierte en una especie de suelo sobre el que se puede seguir desarrollando las consecuencias de las finanzas. La inestabilidad y la proyección perpetua hacia adelante de la sociedad humana se han convertido hoy en las condiciones para la perpetuación misma del capitalismo financiero. Cada individuo, en sí mismo, de forma aislada, así como cada sub-entidad económica separada (agencias, equipos, filiales, gerentes u otros departamentos regionales), debe esforzarse por movilizar todas sus habilidades para lograr máxima competitividad y no solo rentabilidad. Este último es el resultado de la mejor aplicación posible de un método de trabajo y desarrollo preestablecido por la dirección y la dirección general, que son los jefes y directores del proyecto. Deben proporcionar a los accionistas los dividendos esperados. La búsqueda continua de la competitividad, por su parte, no va más allá sino en otros lugares, porque ahora se trata de tensar y estimular constantemente una reactividad que permita, sobre todo en teoría en un principio permitir, sobre todo, la afirman mediante la aplicación de las estadísticas, certificando a la entidad económica productiva en sus propias capacidades para mantener un fuerte potencial de desarrollo del capital financiero (los principales « accionistas » en este caso son los bancos que determinan sus tasas de interés de acuerdo con estas capacidades cuando se asignan los créditos, cada vez más importantes debido a la competencia cada vez más costosa). El concepto detrás es el de inventiva, porque lo que se requiere es ser inventivo en su campo para intentar ir un paso por delante de la competencia. Pero esto en sí mismo no es nuevo. ¿Qué es el nuevo concepto de inventiva que debe someterse a una línea de desarrollo que necesariamente involucra imperativos estadísticos cada vez más significativos y angustiosos? Más bien, es en realidad una inventiva de « nueva ola » encerrada en el yugo de la eficiencia representativa (y no sólo cuantitativa).

De hecho, es en nombre de tal interpretación de la eficiencia, impuesta incluso en el dominio público en la medida en que el Estado ahora se endeuda según las mismas reglas que las empresas privadas (sujeto a las mismas reglas de tasas de interés), ¡intereses dependientes de una maleabilidad real de sus costes internos, que también pueden reducirse importando una gran población de inmigrantes ilegales pagados a bajo coste y cuya integración se financiará mediante préstamos… en los mercados financieros! (1), que impone la dura ley de la flexibilidad generalizada, al menos cuando el nuevo orden financiero mundial quisiera que surgiera. La flexibilidad, entendida también en su aspecto de « flexi-seguridad », se concibe de hecho como un factor principal de la eficiencia visto desde el ángulo de la hiperfinanciarización de la economía. Cabe señalar que, frente a tal lógica, cada vez hay menos correspondencia entre la eficiencia productiva (entendida: la adecuación entre una necesidad real del hombre y la imaginación y la fabricación de bienes correspondientes a esa necesidad) y el imperativo financiero. Este imperativo exige una gran movilidad de los actores económicos que deben someterse a la fluctuación del capital de las finanzas globalizadas en poder de los principales bancos del mundo (FED, bancos centrales, JP Morgan, Rothschild, etc.), cuyas apuestas responden a un deseo de incrementar las burbujas especulativas que permitan, por un lado, preservar, cada vez más virtualmente, cabe señalar, su valor de capital y, por otro lado, incrementar el control de las finanzas sobre la economía real de las Naciones, y por tanto sobre las propias Naciones a través de la Deuda (el ejemplo griego es en este punto decisivo como laboratorio de aplicar la austeridad generalizada a una Nación en su conjunto). La flexibilidad es la aplicación de un individualismo llevado por la ideología neoliberal que se alimenta de prejuicios según los cuales el hombre sólo podría expresar plenamente sus capacidades en un mundo desregulado y entregado a un salvajismo supuestamente « creativo ». Este principio de desorden, sostenido por un Orden Mundial que poco a poco se va estableciendo al servicio de una oligarquía de “elegidos” (entendemos: elegidos en nombre de un destino escatológico utilizando los caminos del poder financiero…), se basa en la creencia de que son los artesanos del caos generalizado del que debe emerger, no una renovación del mundo, sino el surgimiento de un Nuevo Orden Mundial a imagen y al servicio de una minoría dominante y omnipresente poderosa.

Una transformación antropológica

Mientras tanto, se nos invita a « dar lo mejor » de nosotros mismos, a participar, por la « fuerza de las circunstancias », en la participación generalizada del hiperindividualismo auto-enriquecedor, interiorizando profundamente el espíritu de competencia y convirtiéndolo en el único esquema del logro del hombre. La formación resultante no es tanto profesional como ideológica y responde a un objetivo de individualización de los resultados controlados en tiempo real por medición estadística que se supone corresponde al nivel de competitividad alcanzado por el individuo (o la organización) cada vez más atomizada-asociada. El colaborador individual ya no puede identificarse verdaderamente con una cadena comunitaria de solidaridad y ayuda mutua porque estas son denigradas, o incluso negadas en principio. A partir de ahora, sólo puede contar con su propia responsabilidad-sumisión para satisfacer la incesante búsqueda de un objetivo que le asigna su « entrenador-motivador », o incluso su séquito, que además lo nombra para encontrar solo en ellos mismos los recursos de su adaptación-éxito social. Sin embargo, y paradójicamente, este « éxito » es « social » sólo en la medida en que participa en el desalojo del espíritu social, es decir, en desencarnar al hombre de su matriz original para poder extraer de él su fuerza vital abstrayéndola de cualquier identificación social (esto en oposición a la vieja práctica capitalista que, para aprovechar la fuerza vital del hombre, lo hacía sólo manteniéndolo dentro de su entorno social y familiar que le proporcionaba una compensación por la explotación de este último, es decir de su « mano de obra » que se cobraba directamente a través del salario y que debía encontrar la forma de regenerarse dentro de estos entornos). Hoy en día hay mucho en juego, ya que básicamente se trata de integrar en la visión del mundo y de uno mismo de cada uno una proyección típicamente comercial de « ir más allá » cuyo objetivo ya no es vender la propia fuerza de trabajo al servicio de la producción serializada, sino venderse a sí mismo, en su totalidad, como proveedor de servicios. Es decir, convertirse en emprendedor explotando sus propias aptitudes y su adaptabilidad reducida a datos cuantificables y manipulables según el contexto económico y financiero. En otras palabras, se trata de promover y sobrevalorar constantemente las apariencias que uno da de sí mismo para mantener una ventaja cuantificable sobre los demás. Esta es la visión ideal de la autonomía. El hombre posmoderno integrado por el comerciante (auto-promotor) se moviliza así por completo para poder « existir » como un objeto que colabora instintivamente en la encarnación, o la concretización, de la omnipresencia financiera abstracta. Por tanto, se impone la necesidad de tener que mantener a toda costa un nivel de competitividad y competencias conexas que le permitan seguir ofreciendo sus servicios a sus « clientes » (nuevos empleadores que probablemente se beneficiarían de la competencia generalizada en los servicios). De hecho, se supone que esta competencia beneficia a estos últimos y hace bajar los precios (por lo tanto, el « costo de vida »), pero su extensión a todos los servicios (entendamos: oficios) en realidad somete a todos a una caída de los ingresos y, por tanto, en última instancia, de los medios de vida monetarios. Esto solo amplifica la competencia, una guerra de todos contra todos, dirigida a destruir la sociedad y sembrar el caos en beneficio mayor de las Finanzas y el ciclo de autocompetitividad que las nutre constantemente.

Este caos toma la forma de una rivalidad generalizada entre individuos, cada uno de los cuales se convierte en un competidor potencial del otro. Esta dinámica verdaderamente infernal tiene como objetivo romper lo que quedaba de la solidaridad comunitaria, desde la familia hasta la Nación, atomizando al máximo la noción de interés, haciéndola cada vez más individualizada. Como resultado, el hombre se endeuda mucho más de lo que podría tener en una sociedad estructurada. Es decir, estas deudas ya no tienen mucho que ver con una cierta forma de reconocimiento de lo que ha pasado de generaciones anteriores, sino que surgen de un sentimiento que está incrustado en la mente de los individuos, creando el sentimiento de estar eternamente insatisfechos consigo mismos y su “desempeño” o “apariencia” (cada vez más evaluados por estadísticas personalizadas, tanto en la empresa como a través de múltiples tecnologías que miden nuestros “esfuerzos” que son permanentes, esta es una tendencia que se confirma paulatinamente y ayuda a introducir este sentimiento en la cabeza de las personas). Esta insatisfacción mantenida « objetivamente » ya no puede, en tal movimiento, ser contrarrestada por un justo reconocimiento ofrecido por la comunidad de pertenencia, y luego adquiere proporciones psicóticas que generan inestabilidad y ansiedad. « Existir » ya no es más que sumisión, ya no tanto a una organización productiva durante las horas de trabajo dedicadas a « ganarse la vida » (dejando un resquicio a este período más o menos largo de la vida cotidiana), sino a una exigencia de valorización que se extiende a todo el ser convirtiéndolo en objeto entre otros objetos, un humanoide que se trata de animar hacia su máxima eficacia. Ciertamente, como objetos, estos individuos objetivados están separados, atomizados, abandonados a sí mismos y a sus deudas. De la misma manera que los estudiantes lo están siendo cada vez más, se insta a las personas en el mundo posmoderno a invertir – lo que por lo tanto también significa invertir financieramente – para su propio « éxito », que por lo tanto ya no es verdaderamente social, sino auto-realizador. En consecuencia, se endeudan con estructuras que les brindan los medios para integrarse en un flujo (ya no en una sociedad), sin permitirles jamás poder surgir un día, convertirse en un actor real en su mundo, con sus propias personalidades y experiencias. Un flujo caótico que ya nadie parece controlar, salvo a corto plazo quienes mueven los hilos y los beneficios de todo esto.

El reino de la culpa subjetiva

Así como existe una tendencia creciente en la actualidad a despedir a un desempleado bajo su propia responsabilidad por perder su trabajo, o por no poder conseguirlo, es cada individuo el que nos referimos a su culpa subjetiva. Esto lo coloca solo frente a la necesidad de seguir a toda costa el movimiento caótico, que finalmente podemos ver como un simulacro, flujos cambiantes de capital financiero. Porque si este movimiento responde a la necesidad de mantener el valor de los capitales financiarizados y globalizados, ante la extrema volatilidad de los nichos en los que puede seguir creciendo, sobre todo permite amplificar un control generalizado sobre el mundo. Todo por parte de poderes en la sombra que aprovechan al máximo la decadencia de las relaciones sociales que hasta entonces permitían mantener de alguna manera un sentimiento de bien común. De modo que sí existe una intención en los estratos superiores del poder financiero que parecen querer aprovechar una situación económica global cada vez más caótica, pero que en realidad provoca mucho más de esto. Al calificar a sus empleados como « colaboradores », los líderes de las grandes empresas capitalistas están modificando subrepticiamente la forma de percibirse a sí mismos como los que en adelante estarán a cargo, ya no solo de realizar el trabajo que se les exige según su cargo, su nivel de formación, en una cadena productiva, sino sobre todo interiorizar una responsabilidad que les incumbe de tener que invertir de lleno por un futuro perpetuamente incierto de la caja integrada en el contexto caótico actual. Su participación es una implicación esencial, íntima, incluso vital, de la que depende, incluso en la vida cotidiana, su presencia en el mundo, su apariencia de existencia (que realmente podemos calificar de auténtica). Esto se debe a que el orden iniciado por la fase posmoderna del capitalismo reestructurado se basa en una interpretación reelaborada de la noción de Derecho, por lo tanto, del lugar « correcto » que se le otorga a cada uno, según una forma muy particular de considerar el mérito.

En este sentido, es necesario hacer una clara distinción entre la teoría liberal de los “derechos humanos” que estipula que el individuo tiene acceso a toda una gama de derechos por el simple hecho de su llegada al mundo humano (el individuo, qué se ve ahora seguido de cerca por los animales, y pronto por las enzimas), una visión abstracta del hombre cuya existencia estaría desconectada de la condición imperativa de su inclusión original en sus comunidades, y la corriente actual que legitima estos derechos de manera cuantitativamente diferenciada, y esto de acuerdo con el grado de implicación por el cual el individuo habrá podido hacer su contribución a la dinámica « progresiva » del capital hiperfinanciarizado (del incremento cualitativo y cuantitativo del paradigma de financiarización de la vida). Debemos reafirmar que los derechos nunca pueden ser prerrequisitos válidos o intencionales, e incluso que no lo son en realidad a pesar de los prejuicios ideológicos, sino que necesariamente representan las consecuencias de una inclusión comunitaria del hombre en su entorno social. Afirmar lo contrario es sólo flanquear los absurdos teóricos de la ideología liberal que, de hecho, sean cuales sean, no corresponden a ninguna realidad social. Esto debería reforzarnos en la evidencia de que la guerra cultural que nos opone a los partidarios del actual Nuevo Orden Mundial se refiere a dos visiones del Derecho antagónicas y contradictorias, pero que proceden, en la realidad y de acuerdo con la verdad humana, del mismo axioma. De uno, la Tradición tiene su fuente en toda conciencia, de otro, en realidad, se asienta la dinámica « progresista » e ideológica de la venalidad neoliberal. Las protecciones sociales del Estado de bienestar que protegía a las mayorías, entonces ahora la imposición del liberalismo social que enfatizaba a las minorías, son solo los ciegos al género de esta regla axiomática invocada anteriormente, que por supuesto se aplica con más dureza y violentamente en las sociedades capitalistas modernas, y mucho más tajante en las hipermodernas actuales, que en las comunidades tradicionales conscientes de este estado de cosas humano y apegadas a controlar sus efectos. El mito del Progreso ha retirado a nuestros contemporáneos la conciencia de una regla por la cual el hombre se convierte en tal sólo porque acepta plenamente integrarse en toda su familia, su linaje y sus comunidades.

Un mundo sin futuro

Esto genera ilusiones, y luego, inevitablemente, desilusiones, que en realidad se preparan para el advenimiento de una suerte de nuevo proletariado (2) formado por autoempresarios o colaboradores “gestionados” y clavados en los eternos “desafíos”, absolutamente adaptados a la necesaria y actual inestabilidad de la inversión de capital financiero y la inseguridad social que la acompaña. Los llamados « derechos » otorgados a las minorías son desarrollados por la élite oligárquica a medida que se destruyen por completo los cimientos tradicionales de nuestras sociedades europeas – y más allá – pero sobre todo el desmantelamiento metódico de todo lo que pudiera aportar una cierta protección social frente a las implacables reglas del Mercado. Estas dos dinámicas se mueven en la misma dirección porque se hace cada vez más necesario disimular la creciente contradicción entre los presupuestos liberales de los derechos imprescriptibles inherentes a cada individuo y la realidad de una financiarización absoluta de la economía que tiende a llevar el individualismo y la atomización caótica del mundo humano a un clímax. El capital viene así a negar al hombre, lo que también abre la puerta a fantasías estúpidas como el transhumanismo (un superhombre con derechos absolutos, pero a condición de sus poderes superiores…): el « símbolo científico » de una vasta ilusión de esencia contradictoria.

La solvencia, tanto en lo que se refiere a su adaptabilidad para tener que responder a los estímulos de tendencias anárquicas de valoración financiera como a sus propias capacidades financieras para otorgarse un « reconocimiento » social basado en el consumo, es hoy la manzana del Mammon: el fruto que se podría « disfrutar sin estorbo » que los nuevos maestros extienden a los forzados seguidores de la « ley de la selva ». De ella brotan los « derechos » -privilegios siempre hipotéticos adquiridos por la fuerza de la astucia y por la negación del espíritu de solidaridad y comunidad- que hacen del hombre posmoderno una bestia acechadora de lo más mínima oportunidad de desarrollarse por sí misma como una máquina vulgar en las garras del riesgo perpetuo de degradación. Hombre-bestia-máquina: descenso al inframundo del caos, cuya gestión algunos simulan para que parezca « natural », inevitable. El liberalismo es único en el sentido de que, para lograr un universo de sueños de éxito material, ya debe crear riqueza en abstracto antes incluso de implementar todo el trabajo necesario para producirlo realmente. Hoy, esta inmensa cantidad de riqueza acumulada en Finanzas en el momento de la tercera revolución industrial cuando el trabajo humano se vuelve obsoleto debe, para seguir existiendo y crecer, basarse en la vida misma y sus increíbles capacidades de adaptación y creación. Se trata de una apuesta peligrosa en la medida en que esta última también tiene la capacidad de rechazar violentamente lo que le impide levantarse en la dialéctica de la autonomía, es decir, en oposición frontal al hiperindividualismo. Ser autónomo significa darse la oportunidad de cambiar su mundo enfocándose en cambiar sus relaciones con los demás de acuerdo con el entorno y las condiciones actuales. El capitalismo en su fase actual afirma tener tal dinámica, pero esta afirmación sólo puede ser propagandista por el hecho de que desata, que destruye lo íntimo, que destruye el orden holístico del mundo, que nos priva de un arraigo en una realidad que buscamos percibir como estable. En lugar de fortalecer las relaciones, las distancia y las reemplaza por relaciones entre entidades cada vez más atomizadas y ansiosas. Podemos dudar seriamente de que todo esto pueda tener futuro.

Texto disponible en el número 84 de Rébellion (enero de 2019)

Notas:

1.http://sorosconnection.com/migrants-emmanuel-macron-deja-dans-les-pas-de-george-soros/
2.https://www.challenges.fr/start-up/quand-la-coolitude-des-start-up-se-transforme-en-proletariat-nouvelle-generation_477708?utm_content=buffer34c82&utm_medium=social&utm_source=facebook.com&utm_campaign=buffer

Fuente: https://rebellion-sre.fr/la-production-par-le-chaos/

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