¡No a la izquierda, sí al socialismo! Una mirada filosófica al pensamiento de Jean-Claude Michéa

Por Charles Robin

Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera

Clasificar a un intelectual en la categoría genérica de “pensadores críticos” es siempre una algo muy problemático, al menos por dos razones. La primera razón presupone haber identificado previamente, más allá de la multiplicidad de las fuerzas del presente, que existe un cuerpo político e ideológico dominante al que tal pensador crítico le tocaría la misión de oponerse. Es difícil imaginar las razones por las que un autor, cualquiera que sea el origen de su circunscripción política o filosófica, podría tener al desarrollar un discurso “contestatario” independiente de cualquier consideración sobre la influencia del poder. La realidad que ha establecido el régimen resulta criticada de este modo. Así que este es el primer prerrequisito metodológico de cualquier futura crítica social que quiera presentarse como ciencia – según los términos definidos por Immanuel Kant – y que reside esencialmente en la capacidad de identificar y aislar conceptualmente los medios por los cuales ejerce su dominio (ya sea político, económico, social o cultural). Este dominio lo hace lo suficientemente estable y homogéneo como para justificar el uso de tal nombre. La segunda razón es de orden más bien filosófico: consiste en saber distinguir, entre todas las formaciones críticas comprometidas simultáneamente en una empresa de contestación frente al poder dominante, a aquellas que pertenecen propiamente a una posición radical (en el sentido de que manifiestan un esfuerzo constante por identificar el mal en su raíz, de acuerdo con la etimología de esta última palabra) y los que simplemente se remiten a una postura disidente chata, es decir, a una oposición “superficial” que siempre se apresura a “indignarse” por la brutalidad social y económica de nuestras clases dominantes, mientras se abstiene de antemano de plantear la cuestión de su propia participación (aunque la mayoría de las veces lo hace de forma inconsciente) en la ideología defendida y transmitida por el Sistema. Si nos atenemos a estos dos criterios fundamentales, entonces está claro que la preocupación permanente por ser capaces de vincular la crítica al liberalismo triunfante con un ataque regular a sus oposiciones artificiales nos permite considerar que Jean-Claude Michéa es uno de los intelectuales más brillantes y originales de su generación, siendo sus obras una de los aportes filosóficos más valiosas con los que cuenta el pensamiento crítico contemporáneo.

El estatus ambivalente y los juicios contrastantes que este autor suscita dentro de la “galaxia anticapitalista” son claramente el indicador más confiable de su propia originalidad. Un sociólogo francés cercano a los círculos de la “izquierda radical” – Luc Boltanski (que es citado frecuentemente por Michéa en sus obras) – supo plasmar toda la antipatía inspirada por el pensamiento del filósofo de Montpellier en una nota sobre la lectura de una de sus obras y tuvo la ocasión de rastrear su ascendencia ideológica a… “los anticonformistas de los años treinta” (sic). Partiendo de un ambiente mucho más académico, Philippe Corcuff, profesor del Institut d’Études Politiques de Lyon (y miembro declarado del Nuevo Partido Anticapitalista), dice, haciendo un “homenaje crítico” al autor de L’Empire du moindre mal (El imperio del mal menor), que considera un “sustancialismo” y un “idealismo” el método de análisis de Michéa. Además, él también reconoce la innegable contribución de la obra de este pensador en el desarrollo de su propio pensamiento. Esta relativa hostilidad de una parte de la izquierda anticapitalista hacia un autor que dice pertenecer al “socialismo original” (no es casualidad que su obra esté atravesada por las enseñanzas de Orwell, de Mauss o Pasolini) es obviamente sorprendente, ya que los significantes de “izquierda” y “socialismo” no aparecen de la nada, ya que, desde el punto de vista de la semántica política, son considerados como sinónimos. Debemos decir que Michéa no le gusta ser parte de las clasificaciones ideológicas vigentes, ya que el autor (y esto agrava realmente su caso) denuncia la inaceptable falta – perfectamente escandalosa para un intelectual de izquierda – de cosechar un cierto número de simpatías entre pensadores que asumen abiertamente su afiliación a la tradición liberal (como, por ejemplo, Philippe Raynaud), que, si bien difieren en el plano de las prescripciones políticas, no dejan de hacer el mismo diagnóstico filosófico.

Ahora bien, si la tesis de Michéa desconcierta nuestro automatismo intelectual y nuestros patrones ordinarios de pensamiento político (sin mencionar la resistencia psicológica que ocasionalmente puede suscitar entre los autores de la protesta más “obstinadas”), entonces eso nos lleva a preguntarnos: ¿en qué consisten exactamente las tesis sostenidas por Michéa? Las podemos resumir en estas palabras: allí donde la mayoría de los teóricos críticos – ya se definan como “anticapitalistas”, “anarquistas” o incluso “de extrema izquierda” – coinciden en ver en la doctrina liberal la expresión de una ideología esencialmente conservadora, autoritaria y patriarcal (en una palabra: “de derecha”), Michéa sostiene, por el contrario, que el liberalismo como proyecto filosófico fruto de la Ilustración está cumpliendo en todas las sociedades que lo experimentan los objetivos de este proceso revolucionario que es implementado tanto por la derecha como por la izquierda. Todo esto equivale a decir, yendo directamente al grano, a que el establecimiento de las políticas liberales (históricamente asignadas a la derecha) a favor de la desregulación del mercado y la competencia generalizada entre las fuerzas laborales planetarias… y las políticas que, hasta cierto punto, son defendidas por la izquierda (el gobierno actual de la sociedad nos demuestra a diaria esta realidad), encuentran la mayor parte de sus condiciones de posibilidad en el corpus ideológico de la misma izquierda.

Para comprender plenamente este aspecto de las cosas, que sin duda parecerá enigmático a muchos activistas anticapitalistas “ortodoxos”, es necesario que primero nos deshagamos de un cierto número de ideas recibidas que suelen definir el campo intelectual de la crítica contemporánea. Esto sólo puede suceder, según Michéa, mediante una revisión completa de los fundamentos filosóficos del pensamiento liberal y, en particular, resaltando la dualidad constitutiva de este. ¿Qué quiere decir esto? Si para la mayoría de los comentaristas de la época actual, el liberalismo es considerado antes que nada como un sistema de organización económica de la sociedad, resulta, por el contrario, bastante osado el pretender refutar esta tesis. Pero toda la ambición de Michéa es mostrar que el liberalismo es en primer lugar un sistema de organización política. El axioma básico de este sistema es el siguiente: “Si la pretensión de ciertos individuos de poseer la verdad sobre el Bien es la causa fundamental que lleva a los hombres a enfrentarse violentamente, entonces los miembros de una sociedad únicamente podrán vivir en paz sólo si el poder encargado de organizar su convivencia es filosóficamente neutro, es decir, si se abstiene, por principio, de imponer a los individuos tal o cual concepción del cómo vivir” (1). En otras palabras, desde una perspectiva liberal, todos son reconocidos como libres de vivir de acuerdo con su definición “privada” de la felicidad y de la buena vida, por lo que a todos se les permite regular su práctica diaria de acuerdo con su propio software moral y filosófico.

El principal mérito de la obra de Michéa es, desde el punto de vista de la construcción de una teoría crítica del capitalismo contemporáneo, el mostrar cómo el proyecto económico liberal, generalmente definido como parte del credo de la derecha, es, desde su origen, absolutamente inseparable del proyecto político liberal – clásicamente apoyado por la izquierda y la extrema izquierda – de extender indefinidamente las libertades individuales y los derechos subjetivos. Para Michéa existe, desde el principio, una complementariedad estructural y una unidad fundamental – que es asumida y reivindicada como tal por liberales como Friedrich Hayek o Milton Friedman – entre, por un lado, el proyecto económico liberal basado en principios de libre comercio y acumulación ilimitada de la riqueza privada y, por otro lado, un proyecto político liberal (o “cultural”), orientado a la autodeterminación de los individuos en la sociedad civil y la maximización de sus derechos subjetivos. En resumen, a los ojos de Michéa, no existe ninguna contradicción entre los principios que permanentemente promueven la izquierda y la extrema izquierda acerca del avance sin fin de las libertades sociales y políticas (avances que son celebrados a diario por la industria de los medios de comunicación con la expresión fetichizada de que se trata de una “evolución natural de las costumbres”) y las súplicas llorosas de la derecha a favor de un mercado mundial “libre”, “abierto” y “competitivo”.

Al restablecer la consustancialidad original de los dos lados (indebidamente) desunidos del juego filosófico liberal, Michéa únicamente perturba el sueño dogmático de quienes ignoran cuál ha sido el compromiso político real de los partidarios históricos del liberalismo. ¿Quién ignora, por ejemplo, que John Stuart Mill, figura destacada del utilitarismo y defensor del liberalismo económico, es también el autor de un libro en el que protesta contra la opresión de las mujeres en la Inglaterra del siglo XIX? Mill fue precedido por su padrino, el pensador Jeremy Bentham, quien es considerado como el antecesor de los hoy en día llamados “derechos a la diferencia” y el “respeto a las minorías”. Además, Bentham fue un defensor de los homosexuales en contra de los prejuicios de su época. Que Frederick Bastiat, el “cruzado del libre comercio” – como es llamado ingeniosamente por Gérard Minart -, fuera tanto un político y economista que formuló las teorías del consumo, no borra el hecho de que atacó duramente la pena de muerte y la esclavitud, haciendo incluso campaña a favor de la abolición de la misma. Esto también explica porque una organización política, cuya portavoz oficial (Sabine Hérold) ha expresado toda la admiración que siente por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, ahora pretende abrir un debate nacional sobre… la legalización de las drogas.

Si estos ejemplos resultan instructivos es en la medida en que ilustran idealmente el paralelismo, establecido por Michéa, entre las dos “versiones” del liberalismo (económico y político), es porque cuestiona la vinculación y la argumentación filosófica sobre la que se articula la dependencia, la coherencia y la validez de cualquier discurso anticapitalista. En otras palabras, ningún desmantelamiento de la lógica liberal puede emprenderse genuinamente, según Michéa, mientras exista una renuencia manifiesta por cuestionar el modelo de vida “libertario” que tan necesariamente acompaña esta realidad. Este cuestionamiento tiene como consecuencia un hecho muy doloroso y vergonzoso: la incapacidad fundamental de las diversas corrientes de izquierda y de extrema izquierda – que definitivamente consideran todas las formas de “conservadurismo”, siempre sospechosas a sus ojos, de proporcionar en sus campos el suelo fértil de donde brota la “bestia inmunda” del fascismo – de oponerse al liberalismo con un discurso crítico verdaderamente eficiente, ya que siempre terminan por seguir el programa de liberalización que apoyan todas las consignas de la “diferencia”, lo “moderno”, la “tolerancia” y la “ciudadanía”.

La mirada eminentemente crítica de Michéa hacia la izquierda ciertamente encuentra su terreno intelectual más fértil en medio de las contradicciones en las que viven. Los oscuros “teóricos” de la izquierda claramente no están dispuestos a escuchar esas críticas… De hecho, estos teóricos creen poder defender seriamente la idea de que el compromiso de este filósofo, cuya “familia política biológica” se encuentra en el socialismo (ya que Michéa proviene de una familia de comunistas e inició su estudio del marxismo-leninismo a la edad de catorce años), abandonó esa corriente ideológica y ha terminado por desarrollar simpatías muy dudosas por el pensamiento y las tesis “reaccionarias” de la “extrema derecha”. Sin embargo, sus críticos cometen un malentendido fatal al reducir de ese modo el significado profundo de su enfoque y lo único que hacen es reforzar sus propios puntos de vista donde se produce esa terrible confusión intelectual que reina, tanto en la izquierda como en la derecha, en torno a la palabra “liberalismo”. La ofensiva de Michéa contra los partidarios históricos de lo que él llama, en su penúltima obra, la “religión del progreso” – que es la religión de quienes sostienen que cualquier argumento a favor de que “todo era mejor antes” necesariamente representa el retorno de un “populismo” imperdonable – debe entenderse precisamente como el intento de combinar su crítica en contra del capitalismo con las condiciones antropológicas y culturales que lo producen. Condiciones defendidas (incluso promovidas activamente) precisamente… por la izquierda: eliminación de la figura del “maestro” (que es representada por los expertos en la “pedagogía diferenciada” bajo los preocupantes rasgos de un opresor); criminalización del modelo familiar tradicional (que es a priori sospechoso de ser el lugar donde se ejerce la “dominación masculina” y la “violencia simbólica”); relativización de las normas ortográficas y lingüísticas (vectores de sumisión a la autoridad y obstáculos a la “expresión” de la creatividad individual); descalificación de los valores morales ordinarios (que son considerados como una máscara de la vanidad, una manifestación perversa o un atavismo sospechoso que proviene de un tiempo oscuro), etc. Todos estos intersticios ideológicos que reciben el apoyo de la izquierda y de la extrema izquierda contribuyen a un único resultado: la creación de individuos “atomizados”, “flexibles” y “móviles” que son arrastrados por la voluntad del Mercado. Estos “hombres líquidos”, de los que habla tan admirablemente el sociólogo Zygmunt Bauman, han sido reducidos a un funcionamiento instintivo y a un placer egoísta que es promovido por el actual modelo antropológico del consumismo.


Hay que entender en profundidad el sentido del compromiso filosófico de Michéa: al alejarse de las categorías oficiales – precisamente en el sentido de que son ellas quienes “ofician” la gran liturgia mediática – del pensamiento político contemporáneo (incluida la ficción de la división derecha/izquierda que definen este principio central), llegamos por fin a comprender porque se produce la colusión y la complementariedad ideológica de sus respectivos representantes, conclusión que a priori nos prohíben considerar seriamente  y mucho más allá de un nivel empresarial. Sin embargo, es sólo a costa de revocar este dispositivo binario de lectura del equilibrio ideológico del poder, que por fin somos capaces de hacer ininteligibles el por qué se produce la convergencia entre el MEDEF (Mouvement des entreprises de France) y el NPA (Nouveau Parti anticapitaliste) en la cuestión referente a la libertad de circulación de las personas en todos los lugares del planeta. Este mecanismo de dominación podría verse afectado por el hecho de que se intente descifrar de forma rigurosa y coherente el proceso al que nos somete la dominación liberal. Y este proceso de liberación es correlativo a la fabricación de las herramientas intelectuales necesarias para su crítica.

Rebelión número 60 (disponible en nuestra tienda online) Junio ​​de 2013

Charles Robin es autor del Le libéralisme comme volonté et comme représentation. Démontage d’une mythologie politique contemporaine (MétéoEdition, 2012). charles-robin.fr

Notas:

1. MICHÉA, J.-C. L’Empire du moindre mal, págs. 34-35.

Fuente: https://rebellion-sre.fr/non-a-la-gauche-oui-au-socialisme/

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