El agotamiento consumista de la civilización occidental

Por Thibault Isabel

Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera

Según Confucio la cultura es absolutamente esencial para el desarrollo de la existencia, de modo que para ser un individuo o una persona plena se tiene que ser alguien culto. Esto no significa que si uno posee un cierto grado de educación sea algo equivalente a poseer el mismo grado de felicidad (aunque probablemente si se puede alcanzar una cierta cantidad considerable de alegría por el hecho de ser educado y elevar de ese modo nuestra perspectiva de las cosas). La cultura no se puede reducir a la instrucción: es ante todo lo que hace que un hombre discipline su conducta, oriente sus acciones de una manera razonable y piense en una perspectiva a largo plazo antes que en contentarse con la satisfacción inmediata de las cosas. La cultura puede existir en cualquier clase social y en todos los ámbitos de la vida, porque la auténtica cultura consiste en ayudar a los seres queridos a cambiar, a esforzarse por amar a los demás con tal de que no terminen solos, a que siembren el día de hoy para que cosechen mañana, en hacer retroceder ciertas tentaciones inmediatas para que estas no arruinen los placeres que están por venir, a que aprovechen el presente para que no se arrepientan más tarde y, más que nada, a renunciar a los caprichos del ahora con tal de conservar lo que es esencial. La cultura ofrece raíces y horizontes; nos ancla en un patrimonio desde el que construir las cosas, al igual que nos abre un camino que nos permite explorar el mundo.

Desafortunadamente, la cultura misma ha terminado por estancarse. La sociedad occidental se construyó sobre un modelo de civilización que le permitió crecer mucho, pero que igualmente contenía en su interior las semillas de su propia destrucción. Un gusano devora la fruta por dentro. Todos estamos de acuerdo en que toda forma de cultura está condenada a desaparecer algún día. Pero la cultura occidental sufre una crisis profunda, pues descansa sobre unos cimientos sumamente inestables y ha terminado por ser hemipléjica. En nombre del progreso, nuestra cultura renunció a todas sus viejas tradiciones; en nombre del individuo, renunció a la comunidad; en nombre del orden, renunció a las diferencias. Por lo tanto, está profundamente desvitalizada y su majestuosa flor ha perdido por completo su savia. Es por eso que el Occidente se está marchitando en estos momentos e incluso arrastra consigo al resto del mundo llevándolo a su perdición. El esplendor tecnológico y económico que antaño poseía le ha permitido conquistar el planeta y colonizar el imaginario de todos los pueblos.

El materialismo destruye la cultura


Sin embargo, no puede existir ninguna clase de cultura en un mundo que este puramente dedicado al comercio y al consumo. Nuestros contemporáneos siempre resultan indignados frente a los brotes endémicos de delincuencia que azotan nuestras sociedades, sin entender que estos delitos son sólo el rostro ilegal, oscuro y miserable de la estafa legalizada e institucionalizada que ha sido santificada por la lógica del mercado y los amos del Capital. La cultura, por su parte, no puede ser mercantilizada; ella esta basada en una profundización de las relaciones, en la ampliación de los gustos y la espiritualización de los estilos de vida; favorece lo cualitativo sobre lo cuantitativo. La tradición confuciana, que coincide en esto con el taoísmo, considera que apenas se puede diferenciar al comerciante del ladrón: uno busca su propio beneficio al amparo de las leyes, mientras que el otro busca su propio beneficio disfrazándolo mediante el crimen. En cambio, el hombre bueno trabaja por conseguir la armonía general: no solo por ser altruista, sino también porque comprende que el bienestar común tiene un impacto directo en su propia felicidad personal. Confucio había descubierto este principio de “no separabilidad” muchísimo antes que todos nuestros científicos modernos. Todo en este mundo consigue sostenerse como parte de una vasta cadena, de modo que el más mínimo temblor termina por sentirse en todos los eslabones de nuestra civilización. Debemos estar unidos si queremos trabajar por la recuperación de la cultura; debemos hacer que el progreso y la tradición, el individuo y el grupo, el orden y la diferencia trabajen todos juntos. 

Tanto la cultura popular como la cultura académica se encuentran en una situación de desorden. Sostener la cultura resulta ser un esfuerzo demasiado grande para toda una serie de poblaciones que se encuentran cansadas, que ya no tienen la fuerza para ver más allá del deseo de consumir o de acumular dinero. Las fiestas que antes se hacían en nuestros vecindarios han desaparecido y cada vez leemos muchos menos libros sustanciales. Seguimos festejando y leyendo, por supuesto, pero de una forma que está completamente adapta a nuestro mundo moderno, lleno de inconstancia, superficialidad y zapping. Esa es la muerte de la cultura.


Parece que nuestro tiempo, o al menos sus aspectos más negativos, están dominados ante todo por el materialismo. Vivimos en una época marcada por el desencanto tecnológico. Eso significa que se está desvaneciendo la red simbólica que una vez estructuró la existencia humana. Debido a que hoy existe una verdadera profusión de bienes, hemos acabado por perder el sentido del límite, de la carencia y del cuestionamiento. Hemos perdido nuestro rumbo, ya fuera bueno o malo, porque ya no nos importa a donde nos conduzcan los acontecimientos, ni conocemos los caminos de la virtud o de la perdición. Sin embargo, sería un error idealizar al hombre del pasado; era tan mezquino y patético como cualquiera que surgió después de él; pero uno puede imaginar, por otro lado, que tenía un sentido más claro de la precariedad humana y el dolor que nosotros. Sin duda eso lo hacía mucho más modesto y, quizás, en algunos casos, más preocupado por lo que realmente importa. 

Es entre lo que queda de la clase obrera donde se conservan los últimos vestigios de estas conductas admirables, precisamente porque los trabajadores son los únicos que siguen careciendo de algo que pueda materializarse plenamente. Por lo tanto, intentan compensar su desgracia social con placeres de otro orden, que requieren más esfuerzo, pero que al final resultan más bellos: el compañerismo, el sentido de la solidaridad, el amor por el juego en todas sus formas… Ken Loach es sin duda el cineasta que mejor sabe retratar esta atmósfera en que dominan estos entornos sociales que se encuentran en pleno proceso de desintegración social. Son ambientes donde no faltan las carencias, pero que aún llevan en ocasiones la huella evanescente y anticuada de un mundo cambiante y que está desapareciendo: un mundo que existía antes del nacimiento de la tecnología, mucho antes de la aparición de la riqueza y también antes de que fuera ahogado por los medios de comunicación.


Por lo tanto, no es el disfrute de los bienes materiales lo que realmente resulta ser un problema (incluso podemos considerar por el contrario que cualquier forma de placer es perfectamente legítima de forma intrínseca), pero el hecho es que la profusión de bienes ha generado un cierto desinterés por los vínculos humanos y las realidades simbólicas. Nunca hemos estado tan bien y quizás nunca hemos conseguido tanto dinero. Sin embargo, es muy probable que esto no se deba tanto a nuestro supuesto gusto por el éxito económico como tal, sino a que casi todas nuestras demás aspiraciones han terminado por decaer y, en el actual desierto en que vivimos, no tenemos otro oasis en que abrevar. 

La falsa nostalgia por el pasado 

Resulta fundamental que subrayemos cierta paradoja en lo referente a eso. Básicamente, el dinero no tiene buena prensa hoy en día en los medios de comunicación, y podríamos tener a primera vista la sensación de que nos impulsan valores muy superficiales si fuéramos tan ingenuos como para creer lo que leemos en la portada de nuestras revistas. Nos gusta el “cocooning” (1), preferimos los productos salidos de la agricultura “orgánica” y sentimos una gran nostalgia por los estilos de vida “ancestrales”. Pero toda nuestra capacidad intelectual reconoce que la supuesta promoción de la familia, la naturaleza y la tradición, es decir, de la “pureza original” y la “autenticidad”, ya no existe. Se trata de un vano encanto sin consistencia, una fantasía que nos acompaña con tal de consolarnos frente a la desesperación en que vivimos, y que además es hábilmente utilizada por la propaganda comercial para poder encerrarnos eficazmente dentro de esa burbuja consumista.

A falta de tener relaciones humanas reales y de beneficiarnos de un verdadero enraizamiento cultural, desarrollamos un culto más bien infantil al mismo, sin siquiera darnos cuenta de que estas relaciones y este enraizamiento nos proporcionarían todo lo contrario de lo que ahora nos gustaría encontrar en los restaurantes. Debido a que operamos en un mundo monológico, donde los individuos se preocupan principalmente por sus intereses inmediatos, a menudo en detrimento de los demás, nos encontramos soñando con un refugio donde estaríamos seguros y donde conoceríamos la dulzura de una existencia pacífica: desde ahí surge nuestra fascinación típicamente moderna por la familia, la naturaleza y la tradición, que se supone que nos aportan tales beneficios. Pero no entendemos que la vida familiar y el enfrentamiento con la naturaleza implican efectivamente para este mundo tradicional. Todo ello valía en el pasado precisamente por su dureza, es decir, por su capacidad para hacernos integrar todas las exigencias de lo real y encontrar el sentido de los límites. Nada es más difícil, más peligroso, más delicado, que aprender a vivir con los demás en un entorno de vida austero y ascético. Y nada es más cómodo, más pacífico, más relajado, que separarse de los demás, perder el interés por el mundo y vivir en la autosuficiencia de una suntuosa torre de marfil como lo hacemos los modernos.

En otras palabras, nuestra fascinación contemporánea por la familia, la naturaleza y la tradición es vacía, porque deseamos de forma fantasiosa encontrar allí los beneficios que, de hecho, siempre nos serán ajenos: la paz y la tranquilidad. Por ejemplo, repetimos a todo el que quiera escuchar que la vida familiar es incomparablemente preciosa; pero nuestro actuar, ya ni siquiera tenemos la paciencia para apoyar a nuestros seres queridos y, a la primera oportunidad, nos alejamos de nuestro entorno familiar para disfrutar de una libertad que esperamos sea total y tranquila (cuando no estamos obligados a hacerlo de facto por la movilidad profesional inherente a la economía capitalista globalizada). La familia es el microcosmos donde normalmente deberíamos aprender a manejar la inevitable conflictividad de la existencia mediante un espíritu de sacrificio y fidelidad, ya que no es un puerto donde nos refugiamos brevemente debido a una noche tormentosa con tal de reparar el casco y las velas. En cuanto a los “puntos de referencia” que nos da la familia, no se trata de chalecos salvavidas, sino de instrucciones de navegación escritas con sangre: esas instrucciones nos dicen cómo sobrevivir en medio de los arrecifes, de los cardúmenes de ballenas y de los ciclones. Nuestra visión de la naturaleza y la tradición está marcada por el mismo sentimentalismo que nuestro deseo por la “familia”: queremos creer en la dulzura de la tierra nutricia, sin entender que el enfrentamiento con nuestro entorno natural o con una enseñanza ancestral es simplemente una escuela de vida y una escuela muy dura si somos realmente honestos.

Nuestra aspiración por la plenitud, se atestigua en el triste error de los objetos que ilusoriamente suceden y que revela por otro lado la esencia profunda del temperamento actual, el cual reside en el deseo de estar en paz, de cesar cualquier clase de lucha y simplemente disfrutar de lo que se nos da aparentemente en abundancia y sin fin. Es por eso que el carácter moderno, de inspiración materialista, es en realidad incompatible con la mentalidad real del mundo de antaño, que era mucho más pobre, limitado y exigente que la nuestra y, por lo tanto, fue la que probablemente ayudó a los hombres a estructurarse por completo.

Podemos desear que todos sean ricos, si es que pueden disfrutar de ello. Pero hay que tener cuidado con las sociedades que acumulan demasiada riqueza, porque los estilos de vida que se desarrollan allí tienen, en última instancia, efectos profundamente devastadores sobre la psicología colectiva y el tejido de las relaciones sociales.

El individuo contemporáneo está en la perpetua búsqueda de sí mismo

Otro aspecto que revela el agotamiento del mundo occidental es la creciente dificultad que tienen los individuos para encontrar su lugar en el mundo: Emile Durkheim denominó a este problema como la “anomia”.

Podríamos ilustrar este comentario con una anécdota. Hace algún tiempo, en las tiendas de moda, había una camiseta que tenía este lema: “I’m unique, like everyone else” (“Soy único, como todos los demás”). Sin duda, se trataba de una especie de comedia no intencionada. Pero este lema resume la mentalidad contemporánea.

Por diversos motivos, que sin duda se derivan de la centralización estatal y la economía de mercado, así como del igualitarismo abstracto que ambos sostienen, el hombre actual enfrenta una doble fisura. Por un lado, está desprovisto de raíces comunitarias, por lo que vive al interior de un mundo donde los fundamentos simbólicos de su existencia se encuentran extremadamente restringidos; además de que carece de una identidad definida que le impide saber quién es. Sin embargo, la identidad se estructura mucho mejor cuando uno vive en un entorno comunitario definido al cual uno puede decir que pertenece (ya sea que uno decida hacer parte de ese grupo o lo rechace). Cuando el entorno que nos rodea se hace demasiado anónimo, entonces resulta inevitable que nos hundamos en el anonimato.

Esta “pérdida de puntos de referencia” nos genera por un lado la fascinación ya mencionada por la familia, la naturaleza y la tradición: soñamos con reconectarnos con un entorno de vida más cálido, al que la nostalgia y la distancia, lamentablemente, tienden a darle una forma nostálgica. Pero, por otro lado, también nos gustaría imponernos como individuos: es el comprensible deseo de singularización que nos impulsa a afirmarnos frente al mundo, para jugar un papel especifico por derecho propio. El problema, nuevamente, es que solo logramos expresar esta aspiración de manera regresiva e ilusoria.

En sí mismo, no resulta incompatible el que nos sintamos identificados con unas ciertas raíces y que existamos como personas: por el contrario, deberíamos decir que en realidad una persona es única cuando es puesta en relación con los demás. El reconocimiento de nuestra madurez y serenidad nos lleva al enfrentamiento de la alteridad y esa es la condición previa para la posibilidad de una construcción madura y serena de la subjetividad. En cambio, al vivir en un mundo masificado donde nuestro entorno se reduce a las estanterías de los supermercados y donde nosotros mismos nos reducimos a nuestras elecciones de consumo, falta la auténtica alteridad y, por lo tanto, también carecemos de una auténtica subjetividad. Para luchar contra esta “falta de autenticidad”, estamos desarrollando protocolos que nos permitan salvarnos de ese problema. Estamos tratando de unirnos por medio de “tribus”: las redes sociales, bandas de vecinos u hordas de simpatizantes. Y tratamos de crear nuevas “singularidades” por medio de piercings y tatuajes, o la moda y el culto a la originalidad. Pero estos intentos todavía llevan la marca del proceso de masificación.

¿Es realmente una comunidad realmente verdadera cuando es únicamente virtual, efímera y que esta cambiando constantemente? ¿Es una comunidad autentica cuándo ella es regida por el reino de lo Mismo en lugar del reino de lo Otro? ¿Y es una comunidad realmente verdadera por el hecho de estar basada en el bienestar y la alegría en lugar de la limitación y la restricción? En una “comunidad tradicional”, los hombres se complementan; no son similares. Por lo tanto, están unidos y son realmente equivalentes en importancia, pero no formalmente iguales. Por supuesto, comparten orígenes comunes y un horizonte común; pero son diferentes, y es esta diferencia la que permite establecer jerarquías más o menos flexibles o rígidas en determinadas áreas, y que en todo caso legitima la distribución de roles diferenciados. En una “tribu posmoderna”, en cambio, los individuos generalmente no tienen un origen común, porque les falta una herencia y un pasado, o un horizonte común, por falta de un ideal que no comparten; pero todos son similares: son comunidades de hermanos. Allí donde antes la comunidad tradicional formaba un grupo duradero y cohesionado, compuesto por órganos diversos y federados que se necesitaban mutuamente, la tribu posmoderna no es más que un agregado de soledades anónimas que buscan temporalmente fusionarse, para olvidar su aislamiento, y que finalmente terminan distanciándose los unos de los otros, ya que no tienen nada que aportarse entre sí. Por supuesto, todavía existe parte del sentido tradicional de la comunidad en nuestras tribus actuales; sin embargo, siguen siendo comunidades empobrecidas, remedos que son más bien una serie de salvavidas imaginarios que no tienen ningún respaldo real en un proyecto de vida colectivo.


En cuanto a nuestra singularidad, esta simplemente ya no existe. Soñamos con ser únicos, pero tomamos la decisión de vivir en una autarquía de facto que solo nos concierne a nosotros, no nos involucra de ninguna manera con los demás y no nos interesa nadie. Es nuestra singularidad frente a la nada. Para ser únicos y sentirnos como tales, tendríamos que ser únicos a los ojos de los demás y deberíamos existir sin los otros. Pero ya no podemos distinguirnos los unos de los otros. A veces simplemente nos conformamos con mezclarnos pasivamente con los demás adoptando el estilo de vestir que está a la moda (incluso hasta en sus más mínimos detalles y olvidándonos de nosotros mismos) nos esforzamos por el contrario en ser singulares usando un estilo de ropa escandaloso, provocativo y absolutamente nuevo. No queremos construir algo con otros tratando de colocar nuestra piedra en el conjunto de un edificio común; nos estamos separando deliberadamente. Pero eso no significa que estemos rompiendo con el anonimato: únicamente lo estamos reforzando. Todo el mundo quiere ser único, libre e independiente en un momento u otro; ese es un mandato casi general, que conduce a una estandarización paradójica que nace de una masa de átomos desprovistos de enlaces y conexiones, un magma compacto de singularidades que se golpean los unos a los otros sin reconocerse realmente. 

El hombre del siglo XXI se debate entre dos problemas que es incapaz de sintetizar. A falta de haber encontrado un equilibrio asumiendo tanto su individualidad como su inclusión en una existencia comunitaria más amplia, oscila constantemente entre la tentación de una fusión exclusiva dentro del grupo y la de una escisión radical; pero, en cualquier caso, sólo se encuentra con el anonimato de una existencia atomizada que se ha perdido dentro de la uniformidad de la masa. Al disociarse, estos dos polos psicológicos, que luchan en nuestro interior, nos hundimos en la oscuridad y comienza su mutua autodestrucción.

La virtualización del mundo empobrece las relaciones humanas

El último aspecto que nos lleva al colapso de la cultura moderna se encuentra obviamente ligado a todos los anteriores: es la virtualización que nos envuelve cada vez más. Vivimos tan encerrados en nosotros mismos que eventualmente perdemos toda conciencia clara y precisa de la existencia de los demás.

Jean Baudrillard fue sin duda uno de los analistas más brillantes de la Modernidad. Y la lectura de sus textos debería enseñarnos que el principal escollo de nuestro tiempo no es el egoísmo, como solemos decir, sino el solipsismo. El hombre no es más egoísta hoy que en el pasado, pero jamás había estado tan solo. Por lo tanto, no hace mal intencionadamente; más bien pierde interés por el bien y se muestra más indiferente. Diciéndolo de forma más clara, el hombre se ha distanciado tanto del odio como del amor. Es menos feroz, pero también se aferra menos a las cosas.

Las sociedades antiguas eran mucho más violentas que las sociedades actuales; la retribución tenía repercusiones mucho más graves que en la actualidad y la piedad no era un elemento generalizado. No olvidemos que hemos abolido la pena de muerte en casi todos los países de Occidente. Antes, las venganzas familiares podían desembocar comúnmente en actos terribles, incluso en tiempos todavía muy cercanos a los nuestros, especialmente en el campo. Pero al mismo tiempo las relaciones humanas eran sin duda mucho más cálidas. Nos atacábamos mutuamente y nos gritábamos los unos a las otros; pero al mismo tiempo nos reconciliamos rápidamente y realizábamos toda clase de intercambios personales. Nos gustaba hablar y discutir. Todo era más mucho más directo y existía mucha más franqueza.

Nuestro actual mundo dominado por el anonimato está determinado por muchos factores, tanto económicos como políticos y sociales; pero el principal vector de esta transformación fue sin duda el desarrollo del sistema de los medios de comunicación, cuyo paradigma es la publicidad.

En un mundo virtual como el nuestro, la idea de la realidad pierde toda su relevancia e interés. Ya no importa qué es una cosa, sino la apariencia de esta cosa. La mirada se convierte en el principal criterio de la identidad. Puedes ser conformista o inconformista: en el primer caso terminaras por usar camisetas Lacoste y en el otro unos zapatos Nike. Pero todo ello no es otra cosa que luchar contra molinos de viento, porque tanto el conformismo como el inconformismo se refieren solo a códigos puramente externos y superficiales, que en realidad no significan nada. Naomi Klein ha demostrado muy bien cómo las grandes marcas se han posicionado durante las últimas tres décadas para darse una imagen que tiene que ver con la “rebelión” y la “protesta”. El Che Guevara se ha convertido en una especie de icono publicitario para vender camisetas. En semejante escenario, ¿podemos decir que la lucha que libró el Che Guevara en la vida real, defendiendo sus convicciones, sigue teniendo sentido a los ojos de las nuevas generaciones?

De hecho, la rebelión ya no tiene ningún sentido, ya que no queda nada a lo que oponerse. Ya no puedes ser realmente ateo, porque ya no existe la religión. Ya no se puede “escandalizar a la burguesía”, porque la burguesía ya no se ofende ante nada. Pero todavía es posible adoptar una cierta postura o estilo. Vivimos en un mundo de bajos estándares, porque en este mundo la realidad misma no significa nada. Lo que eres es lo que compras y lo que te venden. La imagen se ha vuelvo tan omnipresente que lo parasita todo. Incluso la caridad ha terminado por ser tragada por ella: el amor cristiano al prójimo se ha convertido en las lágrimas humanitarias que se derraman por las víctimas de Ruanda en 1994 o las víctimas del gran tsunami de 2004. Estos incidentes los hemos olvidado con tanta rapidez como las retransmisiones televisivas que sucedieron el mes anterior. Sin embargo, tu vecino se muere de hambre; pero no acudes en su ayuda. No hacemos eso porque seamos crueles, sino porque casi no sabemos que el existe y porque nunca nos tomamos el tiempo de discutir con él, excepto, quizás, durante el “Día del Vecino”, que ha sido ampliamente alabado por los medios de comunicación. La bondad también se expresa ahora por medio de la publicidad.

El interés actual de una acción “alternativa” real no tiene como objetivo el sustituir el Bien por el Mal, sino lo Real por lo Virtual. Sin embargo, la dificultad sigue siendo actuar de forma audible en un mundo que ya no oye nada, en un mundo donde todo se recupera, recicla y reutiliza en el mercado. No se puede defender la solidaridad, porque ya todo el mundo está unido, en su pequeño universo solipsista y virtualizado: hasta las grandes marcas patrocinan a las ONGs. Tampoco se puede defender un auténtico enraizamiento en nada, porque todos compran las mermeladas de “Bonne Maman” que han sido elaboradas según las bellas tradiciones de antaño. Digas lo que digas, hagas lo que hagas, tu discurso ya está integrado en el orden de la mercancía, y cuanto más hables, más actuarás y más te arriesgarás a prolongar el espectáculo, es decir a perpetuar el funcionamiento del sistema. Para sostener un discurso irrecuperable hay que tener el valor de la profundidad, la paciencia, la madurez, el matiz y la sobriedad. Debemos rechazar las modas y las anti-modas. Pero, cuando sales del sistema, realmente te marginas a ti mismo (en lugar de imaginarte) y ya no eres nada. Ya no tienes una identidad para los demás, ya que ya no apareces. Y tu palabra, por lo tanto, no es más que un silencio de facto.

Notas del Traductor:

1. Cocooning es el nombre dado a la tendencia de que el individuo socialice cada vez menos y se vaya retirando a su hogar, que se convierte en su fortaleza.
Fuente: https://rebellion-sre.fr/lepuisement-consumeriste-de-civilisation-occidentale/

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